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El árbol de la vida

Gilberto Serna

Estaba por decidirse quién sería el candidato del PRI al Gobierno de Coahuila. La propuesta recayó en un alcalde quien a la postre sería electo gobernador. En esos días nadie ignoraba que el hombre fuerte era el mandatario saliente, quien poseía un recio carácter que le adornaba en vez de desmerecerlo, dado que el año en que esto ocurría aún resonaban los disparos, se oía el relincho de caballos y las imprecaciones de los heridos en combate. Los hombres reflejaban la dureza que era necesaria si se quería subsistir en las lides políticas. Se acercaba el momento ritual en que levantando la mano derecha protestaría el cargo. El que se iba, poco después, sería llamado por su amigo el Presidente de la República para ocupar una cartera en el Gabinete. En Coahuila había dejado un sucesor que seguiría trabajando como si fuera él mismo, extendiendo su mandato por seis años más. En su ausencia física todo seguiría igual pues dejaría incrustadas a la mayoría de su gente, en los puestos que le interesaban.

En el palacio de Gobierno por los largos ventanales se apreciaba que la tarde poblaba de sombras las callejuelas. Los transeúntes se arrebujaban en los quicios de las puertas, esperando no mojarse. Un vientecillo polar calaba hasta los huesos. El pueblo, con alma ingenua, se había convertido en una aldea encantada, donde el viandante se movía en medio de una espesa neblina, que tenía la virtud de crear castillos y duendes fantasmales. Los dos hombres, charlaban, aunque en realidad uno de ellos hablaba y el otro ponía sus cinco sentidos en no perder detalle de lo que decía. Cualquiera que alcanzara a escuchar el monólogo, creería que le estaban leyendo la cartilla. Le indicaba con voz meliflua cuántos y quiénes de sus colaboradores se quedarían en el nuevo Gabinete. No ordenaba, sólo sugería. El que tomaría posesión asentía pues ¿qué podía hacer?, sino aceptar con mansedumbre lo que provenía de quien era el artífice de su gubernatura, que a rajatabla había impuesto su voluntad durante los cuatro años que duró al frente del Gobierno. Fácil resultaba que rugiera como león enjaulado cuando alguien se atrevía a hacerle el más leve de los reproches. Era sensible a la fama de sus colaboradores, él nunca reconocería, por un malentendido orgullo, que se había equivocado.

Lo mejor era esperar. Lo que no entendía, él que estaba acostumbrado a las faenas del campo, es ¿qué les sucedía a los hombres que, de una manera u otra, pretendían perpetuarse en un cargo público? ¿dinero?, no ¿fama? ya la tenían.

Se recordaba al jefe del Ejército Trigarante Agustín de Iturbide (1783-1824) que perdiera el piso al proclamarse emperador, no resistiendo la tentación al ver que, en ese falso mundo de la política, todos le halagaban. A su alteza serenísima, Antonio López de Santa Anna (1791-1876) presidente que, una y otra vez, después de haberse retirado del poder, volvía a las andadas en hechos que produjeron ensuciara su entrada a la historia patria. El mismísimo general Porfirio Díaz (1830-1915) alargó el cargo de mandatario de la nación hasta que le tocó embarcarse en el Ypiranga. Todos ellos pensaron que podrían ejercer un cacicazgo político una vez que acabara su período constitucional. Creyeron que nadie se daba cuenta de lo que estaban haciendo. Algo los animaba a perdurar más allá del término de su mandato. Los “Sí Señor”, “Cómo no Señor”, “Lo que usted diga Señor”, acababan por hacerles creer que eran seres superiores.

No contaban con que vendría después el cambio de titular del Ejecutivo federal y la suerte habría de dar un vuelco. En un principio todo era felicidad, aunque ambos sabían que en los usos políticos como en los amores, nada está escrito pudiendo suceder los inesperado, como al efecto ocurrió. La luna de miel pronto se esfumaría. Bastó que el nuevo presidente, con el ceño fruncido, preguntara, con cruel sarcasmo, ¿quién manda en Coahuila? para que el gobernador, comprendiendo, se sacudiera la herencia de funcionarios del pasado régimen. No terminó ahí el rompimiento sino que produjo una persecución judicial por un supuesto delito de abigeato que acabó de reventar la relación de amistad que había entre los dos políticos. Han pasado ya muchos años desde que tuvo lugar ese acontecimiento. Los protagonistas han muerto. A su estilo gobernaron la entidad. Eran hombres de la mejor prosapia coahuilense. Amigos entrañables que la política desligó para siempre, como el viento de otoño separa las hojas secas que caen del árbol de la vida.

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