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El costo de la democracia/Hora Cero

Roberto Orozco Melo

El mundo entero ha crecido que es una barbaridad. Cuando vemos fotografías o películas aéreas sobre los centros urbanos del orbe, entre los cuales destaca la capital mexicana, se erizan los pocos pelos que nos quedan en la testa y experimentamos una auténtica angustia por lo que pueda ser el futuro de nuestra descendencia.

Afirman los futurólogos que si continúa la actual tendencia del incremento demográfico pronto no habrá sitio en la Tierra para las personas, ni agua que beber, ni alimentos que nos puedan nutrir y mucho menos los empleos remunerados que requerimos para más o menos sobrevivir.

Esto, sin embargo, no es algo que preocupe, pues cuando lleguen esos días terroríficos ya habremos sido insípido pasto para la voracidad de los gusanos. Lo que desasosiega, toda proporción guardada, es la siguiente pregunta: ¿a qué desmesurado tamaño deberán crecer los presupuestos de egresos del Gobierno nacional y de los Gobiernos locales, para alcanzar a sostener los costos de operación de los diferentes organismos ciudadanos, creados en nuestro país para que las naciones desarrolladas hagan el favor de considerarla como un Estado moderno y democrático?

No parece haber mesura en el gasto electoral, ni en otros muchos. Contra lo que se pueda mal decir de los sexenios presidenciales priistas, éstos fueron, sin duda, menos onerosos que los tres Gobiernos sufridos a partir de que Carlos Salinas de Gortari condujo al país, Ernesto Zedillo de por medio, a la democracia electoral institucionalizada.

Esta doña Democracia nos ha salido más gastadora que un pobre idiota becado en Harvard o en Oxford y no por sí misma, sino por los chipotes burocráticos que le nacen a diario, tanto en los países desarrollados como en los del tercer mundo, siempre están atentos a imitar extralógicamente a sus hermanos mayores.

En México cuesta mucho presumir de país democrático. Antes de cualquier otro organismo ciudadano, el Instituto Federal Electoral se apunta en el año 2005 con una erogación por más de 1,952 millones de pesos; muy cerca de los dos billones, lo cual no es una baba de perico. Y de ahí, en adelante, la concomitancia democrática exigió la existencia de otras instituciones ciudadanas como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el Instituto Federal para la Apertura de la Información Pública, los organismos protectores de los derechos de la mujer, de la juventud, de la niñez, de los ciudadanos en plenitud, de las etnias, de las mujeres independientes, de los emigrantes y refugiados, de la ecología, etc, etc, etc... y qué bueno que así sea, pero vemos de muchas maneras que el viejo paternalismo, tan criticado a los Gobiernos revolucionarios, ha dado la vuelta y regresa en diversas manifestaciones, la mayoría ellas colgada parcial o totalmente de los presupuestos públicos, que nunca podrán ser suficientes para solventar la enorme red de obligaciones fiscales que adquieren los Gobiernos democráticos conforme pasan los años.

Ciertamente la Constitución General de la República Mexicana ha establecido, a lo largo de sus 88 años de vigencia, los grandes compromisos de justicia social que la convierten en un documento humano y jurídico que protege a los individuos y a la sociedad. Las garantías individuales y sociales son derecho puro, inmanente y permanente en cuanto rija el documento que las contiene y obligan, por lo tanto, a la observación y respeto de los ciudadanos y del Gobierno mismo; no necesitan de algunos ombudsman onerosos, ni consejeros de a cien mil pesos mensuales. Las leyes que emanan de la Constitución y reglamentan su articulado deberían ser las protectoras naturales de tales derechos, sin aparatos burocráticos excesivos y costosos.

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