No fue tan rápido como cuando eligieron a Paulo VI (tres votaciones), ni tan complicado como la de Juan Pablo II (ocho votaciones). Pero la elección de Joseph Ratzinger como Benedicto XVI (cuatro votaciones), está lejos de haber señalado un equilibrio entre el liberalismo y el conservadurismo. El cardenal alemán electo Papa este martes, es una mala noticia para quienes aspiraban modernizar a la Iglesia Católica. Decir en su caso que comienza una era de oscurantismo, puede no ser un exceso.
Ratzinger se ha convertido en sinónimo de oscurantismo dentro del Vaticano, pero no poder decisión propia, sino porque ese fue el papel que le asignó Juan Pablo II, por quien realizó uno de los más fuertes cabildeos dentro del Colegio Cardenalicio cuando lo eligieron Papa. Ratzinger se convertiría en su íntimo amigo, su camarada intelectual y, como lo han denominado, “El perro guardián de la ortodoxia”. En 1981 fue nombrado Prefecto para la Congregación de la Doctrina y la Fe, el nombre con el cual rebautizaron a la Santa Inquisición, con lo cual inició un cuarto de siglo de persecución a miles de teólogos.
Si Karol Wojtyla desarrolló un papado marcado por la Guerra Fría, Joseph Ratzinger le cuidó la espalda teológica y política. Mientras que Juan Pablo II fue un guerrero, animando la sublevación de los pueblos para enfrentarse al materialismo dialéctico, al comunismo, al socialismo y a todas las formas políticas que enfrentaban al neoliberalismo de Ronald Reagan, Ratzinger jugó en la retaguardia, socavando muchas de las bases que le daban sustento. Nunca distinguieron Juan Pablo II y Ratzinger entre ideología, que era en lo que se sustentaba la defensa del imperio soviético y pobreza, marginación y represión, que era lo que sufrían pueblos enteros en América Latina. Para ellos, el general polaco Wojciech Jaruzelsky era lo mismo que los teólogos de la liberación.
Ratzinger nació en la notablemente aria Bavaria, en el sur de Alemania, hijo de un policía antinazi en la era de la emergencia de Adolfo Hitler como dictador mesiánico alemán. En 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando Ratzinger cumplió los 14 años, tuvo que afiliarse, como lo ordenaba la Ley, a la Juventud Nazi y dos años más tarde formaba parte del cuerpo de artilleros antiaéreos y posteriormente, asignado a cuidar una planta de la BMW en los suburbios de Munich. Pese a no ser un nazi ferviente, según sus biógrafos, tuvo que ir a Hungría a una unidad de defensa contra tanques, que fue su última participación en aquella conflagración, pues desertó.
Ya estaba muy cerca la derrota alemana en la guerra, lo que pudo haberle ayudado a que no lo ejecutaran, que era el castigo para un desertor, pero esa experiencia, coinciden sus biógrafos, le marcaría la vida. Apoyó el Concilio Vaticano II, puesto a andar por Juan XVIII, el Papa más popular de los tiempos modernos que intentaba hacer de la Iglesia una institución más abierta, pero al final lo que hizo fue desmontar varios de los avances que se habían logrado. Con una su sólida convicción ideológica y de estructuras jerárquicas, no da margen a puntos de vista diferentes.
Prueba de su molestia ante la discrepancia de ideas se dio durante la revuelta estudiantil en 1968, cuando las protestas en mayo de ese año que pretendían cambiar el status quo social que prevalecía desde la posguerra y lanzar una revolución cultural, las tomó como plataforma de lanzamiento de la defensa de la fe ante el marxismo y el ateísmo que veía crecientemente entre los jóvenes.
Ratzinger se convirtió en un cruzado de la Santa Inquisición, persiguiendo a teólogos por todo el mundo en nombre de la fe. Nada de discusión era permitido. Ninguna disidencia tolerada. Por ejercer su derecho a la crítica, pensando que la Iglesia era una institución revigorizada, el libro Jesús Símbolo de Dios del influyente jesuita estadounidense Roger Haight, recibió el año pasado su Notificación, que es una “condena sin contemplaciones”, por considerar que el libro “tiene afirmaciones que niegan cuestiones fundamentales del cristianismo”. Ratzinger fue severo en el castigo, y en el documento que él mismo firmó le prohibió la enseñanza de la teología católica “hasta que sus posiciones sean ratificadas”.
Haight, como se supone, no ha rectificado su postura, que se sustenta, en la práctica, en el pluralismo que debería tener la Iglesia Católica, sin pretender que es el centro universal de la fe. Pero este paso, que sería un peldaño dentro de la modernización de la Iglesia, no pasa por la cabeza de Ratzinger, quien se ha manifestado contra el aborto y la contracepción -lo que generó un declive del catolicismo en los países industriales-, contra la ordenación de mujeres y el celibato, por la centralización de la Iglesia -factor al que se le adjudica el fenómeno pederasta entre los clérigos estadounidenses-, por la anulación de los sacerdotes que han incursionado en la política, como los teólogos de la liberación -que trajo una caída del catolicismo frente a las sectas en América Latina- y considera a la homosexualidad como “un mal moral intrínseco”, que ha generado divisiones dentro de la misma Iglesia.
Ratzinger, no obstante una de las mentes más brillantes en la Iglesia, fue electo Papa a los 78 años, dos años antes de la edad máxima para ser elegible. Esa era su debilidad y al mismo tiempo, su fortaleza. ¿Qué quería la Iglesia de su nuevo líder? Quizá, ante la arrolladora personalidad de Juan Pablo II, pensar en una modernización, que iría a su contracorriente, pudiera haber sido demasiado difícil. Quizás por eso optaron por un Papa de transición como Benedicto XVI, que es la misma línea ideológica de Juan Pablo II, pero sin la edad para convertir la ortodoxia en una dinastía vaticana.
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