¿Sabe el elector promedio lo que quiere? La respuesta a esta interrogante refleja, en buena medida, la visión que cada cual tiene de la política mexicana en la actualidad. A juzgar por las estrategias mediáticas de los partidos y precandidatos, la respuesta a esta pregunta varía según el partido, en primer lugar y el aspirante a una candidatura, en una segunda y distante instancia. Pero independientemente de cómo cada candidato responda a la pregunta y desarrolle su estrategia en consecuencia, una cosa que parece cierta es que la mayoría de los contendientes parte de la premisa de que el elector es tonto, ignorante e incapaz de discernir. El 2006 será un buen momento para poner a prueba esta percepción.
Una pregunta clave de la política mexicana se reduce a dos planteamientos muy obvios: primero, ¿hizo diferencia la elección de 2000 en el sentido de liberar al electorado de la vieja política de manipulación (por parte de cualquier político) o nada cambió en el panorama electoral, excepto que algunos ciudadanos se sientan más libres de cambiar de partido? Segundo, ¿es correcta la percepción de los partidos y candidatos en el sentido de que el elector es manipulable y no ha crecido (para muchos, nunca crecerá) como actor crítico de la política nacional? Vale la pena ver los dos lados de la moneda.
La estrategia del PRI ha sido, fiel a su historia, ignorar al elector. Lo que importa son los candidatos y sus conflictos; el votante está ahí para legitimar lo que las cúpulas partidistas ya decidieron de antemano. De esta manera, lo importante en el resultado de la elección de Guerrero no fue el hartazgo de la población, asediada por un caudal de malos gobiernos, a lo que se sumaba la oferta de un candidato que había sido efectivo y exitoso en el puerto de Acapulco, sino los abusos electorales del PRD. De igual forma, en la nominación del candidato para el Estado de México, lo relevante eran las pugnas cupulares más que la nominación de un candidato que pudiera ganarse la confianza de los electores. En una palabra, el elector no existe en los planes del PRI.
Con miras hacia 2006, el PRI está inmerso en un proceso por demás conflictivo para elegir a su candidato a la Presidencia. En cierta forma, la única novedad real del proceso que hoy atestiguamos es que tiene lugar a plena luz del día. Para empezar, el PRI se creó precisamente para institucionalizar el conflicto político, comenzando por la sucesión presidencial, siempre el componente más conflictivo de cualquier sistema político. La evidencia anecdótica y los escasos datos duros respecto al funcionamiento del proceso de sucesión bajo el régimen priista de antaño, sugieren que siempre hubo retos al favorito del presidente en turno y que el proceso de nominación consistía, precisamente, en negociar las posiciones entre todos los involucrados e interesados. Lo interesante del momento actual es que, en ausencia de un jefe máximo, esa negociación es perfectamente visible y podría, en un caso extremo, pero improbable, llevar a alguna fractura. Pero a ninguno de los involucrados parece interesarle el punto de vista del elector.
Algo semejante, aunque en sentido inverso, ocurre en el PRD. Ahí la filosofía no es la de una camarilla que sabe gobernar y va a imponer su modo de entender el mundo, sino la avanzada del pueblo amorfo que ya eligió de antemano, sin que mediara un proceso electoral formal. Para los perredistas, lo relevante no es atender las necesidades del electorado, explicar un proyecto de Gobierno de manera cabal y detallada, sino reprobar al Gobierno en turno y plantear una serie de vaguedades que no comprometan a quien resulte candidato y potencial presidente.
Lo que cuenta es la organización de las bases, la manipulación del electorado y la construcción de una mitología a la que el votante se pueda asociar. De manera semejante al PRI, los perredistas viven sus propias luchas cupulares (aunque disminuidas por el sentido de asedio que viven), pero a ninguno parece importarle el elector: su función es la de votar y aceptar el mandato del partido y no al revés.
En la medida en que avanza el proceso político interno, el PRD adquiere una relevancia inusitada, gracias al activo que representa para el partido el jefe del Gobierno del Distrito Federal.
Andrés Manuel López Obrador no ha cejado en emplear todos los recursos a su alcance, discursivos y económicos, para avanzar su causa. Con enorme habilidad, ha convertido todo el asunto del desafuero en una plataforma de lanzamiento para su candidatura: a estas alturas, el desafuero se ha convertido en una mera excusa para promover su causa. Por su parte, Cuauhtémoc Cárdenas ha ido construyendo su alternativa de una manera inteligente y sagaz: por un lado, ofreciendo garantías de estabilidad y continuidad, presumiblemente diseñadas para contrastar con los temores que instiga el activismo de AMLO. Por el otro, ensamblando una plataforma que pudiera capitalizar el potencial desafuero de AMLO. A ninguno parecen inquietarle las preferencias del electorado.
El caso del PAN es quizá un poco menos extremo, pero no más convincente. Aunque se trata de un partido con mayor cercanía histórica a la ciudadanía, sus procesos de nominación de candidatos han sido tan cupulares como los de los demás. El Gobierno actual, menos poderoso que sus predecesores, ha sido casi tan impermeable a la ciudadanía como cualquiera otro en la historia.
Aunque sus precandidatos no se asumen como salvadores de la patria (en franco contraste con los otros dos partidos), su dinámica y lógica sigue siendo la que se deriva de los grupos partidistas al interior de su organización. El electorado poco tiene que ver con sus planes.