En los últimos días han estado apareciendo síntomas de descomposición social reflejada en la impunidad con la que grupos desconocidos, se supone que aliados al narcotráfico, han venido ajustando cuentas mediante el asesinato de personas a los que se les pegó un balazo en la cabeza para cerciorarse de que habían muerto, semejante al tiro de gracia que se daba para evitarle sufrimiento innecesario a quien se fusilaba en tiempos pretéritos. Esto, que más podía esperarse, deja una estela de venganzas que no parece tener fin. Lo terrible es que pone al descubierto la falta de control de las autoridades que hasta ahora se ha conformado con asistir a la macabra función como si fuera un espectador más. Lo cierto es que en cada ejecución aflora la decadencia de los encargados de la seguridad pública. Agréguese que las cárceles se encuentran, según todos los indicios, bajo la égida descarada de los presos ahí recluidos y nos enteraremos del peligro que ronda los hogares de los que habitamos en este país.
Es preciso entender que los narcotraficantes son lo suficientemente seductores como para atrapar en sus redes al hombre más virtuoso, a mayor razón si no lo es. Nadie escapa a las tentaciones que ofrecen estos capos en una sociedad corrupta en que el dinero lo es todo. Los valores morales se han perdido substituyéndolos el cuánto tienes, cuánto vales. Nada parece impedir que continúe el avance inexorable de la impudicia y el libertinaje. Los delincuentes suelen tener el dinero suficiente para comprar conciencias de los que están dispuestos a venderse al mejor postor. No hay un sentido de solidaridad social. Búsquele por donde quiera, estos grupos envenenan a las actuales generaciones de jóvenes con las substancias que comercian. Esto, la ausencia de escrúpulos para acabar con la vida del prójimo y un entorno favorable de una sociedad que le ha dado la espalda a sus deberes para con sus semejantes, los ha convertido en todopoderosos.
Los reclusorios no son lugares propicios para la rehabilitación de un transgresor. Más bien se han constituido en centros de veraneo desde donde se pueden manejar negocios ilícitos, estando la mayoría de las corporaciones policiacas dispuestas a cooperar con el crimen sirviendo de enlace con el exterior para todo lo que se les ofrezca a los cautivos. Los penales se han visto vulnerados al producirse muertes violentas en su interior, dejando en claro una falta absoluta de seguridad. El Gobierno no ha podido disimular su rotundo fracaso en la lucha contra las bandas del narcotráfico. No pasemos por alto que es consecuencia de una sociedad epicúrea y de funcionarios cuya delicada piel no está habituada a manejar papas calientes, por lo que ya están pensando en abdicar de sus funciones jurisdiccionales enviando a los mafiosos a los tribunales de otro país, en un pleno y vergonzoso reconocimiento que aquí los altos mandos no pueden evitar la concusión de las autoridades menores en una red intrincada de sucias complicidades a la que no pueden ser ajenos sombríos personajes del mundillo político.
Los cabecillas del crimen organizado no paran en mientes para exterminar a sus enemigos a sangre fría, esa obviamente es su ventaja. En cambio, el Gobierno no está en posibilidad de hacer lo mismo debiendo ajustarse a una normatividad que lo impide. Lo único que le favorece es que tiene las armas legales para aprehenderlos y encerrarlos. Es en el cuidado de los convictos donde está la falla del asunto. Ellos tienen el dinero suficiente para corromper a sus celadores y el cinismo necesario para obligarlos a realizar tareas que lastimen el desempeño de sus labores. La perversión es tal en el mundo de quienes trafican con las drogas que es poco lo que puede hacerse, a mayor razón si no se tiene la menor idea de qué hacer. En este contexto ya hay quienes se atreven a opinar que al Gobierno sólo le quedan tres opciones: legalizar la venta de estupefacientes, establecer la pena de muerte o dejar que otros realicen el trabajo de restaurar el imperio de la Ley.