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El inolvidable maestro

Gilberto Serna

No sé qué sucede en nuestro interior, allá donde los sentimientos se arremolinan provocando un nudo de emociones, cuando se recibe la noticia del deceso de un amigo de toda la vida con el que compartimos días de juventud. La nostalgia de apodera de todo nuestro ser. Un puñado de muchachos, provenientes de todos los rincones del país, nos parábamos en lo que iba a ser la aventura más maravillosa a que puede aspirar un estudiante: cursar una carrera universitaria. Atrás habían quedado los días de solaz y esparcimiento que disfrutábamos al lado de la familia. Acostumbrados a la tranquilidad de una provincia donde el paso del tiempo parece detenerse, no dejó de tomarnos por sorpresa el movimiento acelerado de los que habitaban la gran metrópoli. Las distancias eran enormes, entre un punto y otro, trasladándonos en autobús, trolebús o tranvía. Ahí en el centro histórico de la ciudad se erguía majestuosa la casona que albergaría nuestras ilusiones los siguientes cinco años, que se convirtieron en varios más. Era la época en que al ritmo del mambo se movía el mundo.

La construcción era de cantera. En el patio gruesas columnas sostenían una arcada que lo circundaba. La aula magna, donde se examinaba a los alumnos que habían cursado los cinco años de la licenciatura, se encontraba en el primer patio, un salón sobrio y majestuoso donde el pasante se sentaba frente a una mesa ocupada por hombres que eran auténticas lumbreras despidiendo la luz de sus conocimientos. El portón de acceso a la mansión era de roble con herrajes de hierro, bastos los aldabones, de dos hojas engoznadas a los lados sobre un quicial permaneciendo abiertas todo el día. Algo nos sucede con el transcurso del tiempo. Al celebrar cincuenta años de haber iniciado la carrera de leyes, mediante una comida, el patio misteriosamente se achicó, en relación a como lo recordaba; parecía otro. En realidad era el mismo, la memoria nos hacía una jugarreta...

En una de las mesas plateado el cabello, con gesto cordial se puso de pie al verme llegar y nos dimos un fuerte y cálido abrazo. Los que fuimos sus alumnos nos apiñamos a su alrededor. Es nuestro orgullo decir que habíamos estado en su clase del segundo curso de la materia de Derecho Civil. Ernesto era un catedrático de excelencia que impartía los conocimientos de muchas generaciones que le antecedieron; estudioso, se preparaba a conciencia para ilustrar sus temas volviendo atractivo lo que para otros resultaría árido y pesado. Era exigente consigo mismo por los que no era de extrañar que lo fuera con sus educandos. Cada año tenía un grupito de menos de diez muchachos que nos atrevíamos a llevar el curso porque era extremadamente duro en los exámenes de fin de año. Fuera de clase tenía un despacho, siendo un litigante que apenas empezaba, en un edificio ubicado allá por las calles de Isabel la Católica. Después se convertiría, por esfuerzo propio, en uno de los abogados postulantes más prestigiosos de la capital.

Era alegre, amistoso, siendo nosotros los primeros alumnos y dado que nos llevaba unos pocos años de edad, que alguno hicimos buenas migas con él. Su nombre Ernesto Gutiérrez y González. Hace unos pocos días murió. Con él se va parte de nuestras vidas. Aunque debe decirse en su honor que su ausencia no será total pues deja sus libros, auténticos tratados que han servido de texto en los salones de clase de las escuelas de Derecho distribuidas a los largo y ancho del territorio nacional. Los que se han preparado estudiándolos son también sus alumnos. Nos carteábamos cuando regresé a mi terruño y él siguió enseñando en la UNAM, por fortuna aún no salían al mercado los modernos artilugios que le han quitado la sabrosura y el encanto a las comunicaciones por escrito. Hoy que se ha ido me vanaglorio de haber sido su alumno, su amigo y por encima de todo su admirador. Descanse en paz “el inolvidable Maestro”.

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