Las consecuencias de las reformas parciales en México y el resto de América Latina se dejaron sentir al final de la década pasada y al inicio de la actual. El crecimiento se redujo según perdieron fuerza los efectos transitorios de las reformas incompletas.
El mayor progreso se logró con las medidas que tenían bajos costos de arranque, tales como la privatización, en relación con aquellas que prometen mayores beneficios de largo plazo, como la flexibilización del mercado laboral, la generalización de un entorno de competencia interna y externa, así como el fortalecimiento de los sistemas legales y judiciales, que por lo general encuentran mucha oposición de los grupos de interés que ven amenazados sus privilegios.
El problema es que hoy aparecen nuevamente los heraldos de cambios sin dolor, los que prometen “justicia social” mediante la creciente intervención del Estado y el abandono consecuente de los principios del mercado. ¿Por qué es tan difícil un proceso de reformas?
Una reforma económica es un cambio de políticas públicas que se dirige a mejorar la eficiencia en la asignación de recursos y elevar la productividad en una economía. Hasta aquí todo suena bien. Sin embargo, esto implica, en esencia, disminuir o eliminar rentas económicas que obtienen algunos grupos de interés, así como reducir o modificar derechos adquiridos, lo que siempre genera mucha oposición.
Por ejemplo, un fortalecimiento de la política de competencia en el sector de telecomunicaciones y energético mejoraría el funcionamiento del mercado y elevaría la productividad en México, pero su resultado inmediato es reducir o eliminar las rentas que obtienen las empresas con poder de monopolio y, probablemente, también las que obtienen sus trabajadores. Esto explica los cientos de amparos judiciales de Teléfonos de México ante los fallos de la Comisión Federal de Competencia; o la gran oposición del Sindicato Mexicano de Electricistas a la inversión privada en la industria eléctrica.
Las distorsiones de la estructura tributaria crean rentas a favor de aquellos que están en posición de explotarlas, y una reforma fiscal que amplía la base de contribuyentes mejora la eficiencia económica y procura la desaparición de esas rentas. Esto explica la oposición a una reforma impositiva integral por parte de los agricultores, transportistas, pequeños contribuyentes, y demás sectores que se benefician de los tratos impositivos preferentes, incluyendo la exención del IVA a alimentos y medicinas. La rigidez del mercado laboral que se deriva de la legislación en México y en otros países de América Latina crea rentas para líderes y obreros sindicalizados, así como políticos y jueces, las cuales desaparecerían con una reforma que flexibilice el mercado de mano de obra y permita la contratación temporal, el pago por hora, el desplazamiento libre de trabajadores dentro de una empresa, la disminución del poder sindical y la posibilidad de contratar personal que supla al que esté en huelga. Estos cambios elevarían considerablemente la movilidad intersectorial de la mano de obra, su capacidad para adaptarse a un entorno mundial dinámico y, por ende, aumentarían la productividad, única manera de que crezca el nivel de ingreso de la población.
En síntesis, una reforma económica no es otra cosa que reducir rentas, lo que encontrará una fuerte oposición de todos aquellos que tienen algo que perder. En contraste, no hay un apoyo amplio a las reformas porque es difícil identificar a los que ganarían con la mayor eficiencia y productividad que resultan de ellas. Por ejemplo, acabar con la protección hace más fácil que nazcan nuevas empresas que compitan exitosamente dentro y fuera del país, pero la identidad de esas empresas y de los trabajadores que obtienen los empleos que ellas crearán sólo será evidente en el futuro.
Una reforma económica funciona cuando consiste de un conjunto de medidas que mejoran significativamente el entorno en el que se desempeña la actividad económica, alterando los incentivos que afectan el comportamiento de los agentes económicos privados para alinearlo con el bienestar económico de la mayoría. Anne Krueger, subdirectora del Fondo Monetario Internacional, advirtió el año pasado (“De Tocqueville´s ‘Dangerous Moment’: The Importance of Getting Reforms Right”, diez de septiembre 2004) que un cambio pequeño no resulta en el tipo de mejoras en el bienestar que los políticos ofrecen. Tampoco cualquier cambio en la dirección de la política económica tendrá un impacto benéfico sobre el desempeño económico.
Ella insiste que las reformas dan sus mejores resultados cuando son complementarias. Una serie de cambios en las políticas públicas es más probable que resulte en mejoras de productividad mayores que un cambio de dirección de una sola vez. Por ejemplo, la liberalización comercial, la flotación cambiaria y las reformas que incrementan la flexibilidad del mercado laboral tienen efectos mayores sobre el desempeño económico de un país, que cualquiera de ellas en lo individual.
Un vistazo a nuestro juego político, así como a los mensajes y posturas de sus principales participantes, me convencen de que las reformas estructurales que se necesitan para cerrar la creciente brecha económica que nos separa de las naciones ricas y de las economías emergentes exitosas no ocurrirán en el futuro próximo. Una verdadera reforma se dará una vez que se agoten las posibilidades de tirarle dinero al problema. Al respecto alguien dijo que “Uno puede confiar que un gobierno democrático haga lo correcto,… pero sólo después de que intentó todo lo demás”. En nuestro caso las autoridades actuales y las que están por venir seguirán intentando “todo lo demás”.