Un perro con poca suerte, callejero, de ésos que nacen en cualquier rincón de nuestra ciudad. De ésos que nacen de perras tristes y flacas que se alimentan de la basura en las plazas. Que cuando nacieron fueron objeto de vida de rey; atención, techo, comida, paseos, abrazos, caricias... y ya mayores sin gracia fueron dejados a su suerte, a divagar de casa en casa, a ser apaleados en calle, hambreados entre los coches y a saciar su sed en lagunas de la basura.
Qué triste se ve en su mirada, ¡esa recóndita mirada! La mirada que refleja dolor, muerte, y tristeza. Al fondo se le ve un poco de esperanza; y eso si es que no les llega una muerte anticipada.
Yo lo veo, le sonrió y le hablo. -Ven perrito, ven- y voltea echándome una mirada de curiosidad. De pronto se espera; ¿qué espera? Pues pan, caricia o pedrada. Esto lo puedo deducir debido a las cicatrices de su cara y el mal recuerdo que lleva en su pata. Lo vuelvo a llamar, dócil a medias avanza, moviendo el rabo con miedo y las orejas hacia atrás. Le vuelvo a decir que venga y ¡adiós a la desconfianza!, pronto lo tengo bajo mis pies, me ladra, me habla, me salta gira y ríe, llora, al fin alguien le hace caso en su largo penar. Alguien por primera vez en mucho le ha dicho que se acerque para recibir amor y atención, no palos y piedras.
Mientras jugamos logro escuchar cómo entre sollozos me cuenta que le han dejado cojo, que le duele su pata, que de una pedrada le han marcado la vida, le han destrozado la pata y nadie le ha dicho la razón. Sólo sabe que le duele, que ha sido presa de la desesperación al cruzar entre coches y ver cómo no se detienen al darse cuenta que no puede apoyar.
Yo le digo que no se preocupe, que ya no le faltará nada y que ahora yo cuidaré de él. Que yo también soy callejero y que las pedradas que me han dado me han dejado destrozada la confianza en los demás. Anda pues amigo mío, caminemos por las calles, tú con tu pedrada en la pata y yo con mi pedrada en el alma. Así pasamos juntos varias temporadas, yo por mis calles obscuras, él por sus calles calladas, juntos en cada invierno y juntos en cada mañana. Yo siempre a Dios le pedía, que un día su pata sanara. Mas sin embargo por más que yo le cuidaba, el tiempo hizo lo suyo y el peso fue mucho en sus tres patas. Y una mañana de invierno, debajo de mi ventana, estaba frío como piedra mojada, ha muerto mi pobre perro, han muerto sus cuatro patas.
Y como por coincidencia, hoy me he enterado que San Pedro, portero del cielo, le ha dado: ¡una muleta de plata! Y al mirar la noche me percato que no hay estrellas ni luceros, que es mi perro con su muleta que al caminar va haciendo ¡agujeritos de plata!
Wolfschauze@aol.com