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El Nuevo Coloso

Federico Reyes Heroles

“Vigoroso, sustantivo y preocupante”, así ha calificado Timothy Garton Ash al nuevo imperio estadounidense. Polarizadas y desbordantes de pasión son las reacciones que el Nuevo Coloso provoca. De un lado los críticos radicales atizados por la sonrisa irónica de Bush que en todo ven los oscuros intereses de las grandes empresas que controlan hoy a Washington. Del otro un neo-romanticismo patriotero esbozado en el discurso de la segunda inauguración de Bush -si es que algo así existe en español- en el cual la misión de guardia mundial se hace parte de un nuevo orgullo. La expresión, coloso, da título a un nuevo libro de Niall Ferguson, el prolijo historiador que con toda frialdad llama a los Estados Unidos a asumir su nuevo rol imperial, como La Gran Bretaña del siglo XIX. La tesis de Ferguson es muy clara, la agenda civilizatoria en el mundo es muy larga. Civilización supone respeto a los derechos básicos del ser humano, libertades, estado de derecho y por supuesto democracia.

Pero entre la sonrisa provocadora de Bush en su mensaje televisivo de fiesta del domingo por las elecciones en Irak y las burdas descalificaciones de los hechos igual de Saramago, pero también de John Kerry y Edward Kennedy hay un espacio que merece atención. Hace treinta años Estados Unidos garantizaba libertades imponiendo dictadores. Sólo así se sentían seguros frente a la amenaza comunista. Hoy el perfil es otro. Con todas las diferencias de los casos, estamos ante el tercer ejercicio de “democracias impuestas”, si se le puede llamar así.

En 1999 en Pakistán Musharraf derrocó a Nawaz Sharif, un primer ministro que con todos los bemoles provenía de un proceso defectuoso pero legítimo. Ya desde el poder y con el apoyo de Estados Unidos Musharraf se legitimó a través de un referéndum. La alianza con Estados Unidos se fortaleció. Dos años después, noviembre de 2001, la persecución del monstruo terrorista desatado el 11 de septiembre lleva al Nuevo Coloso a Afganistán. El horror del Gobierno talibán -antiguo aliado de Estados Unidos- queda desnudo frente al mundo. La liberación conduce a un proceso electoral controlado por los invasores del cual surge Hamid Karzai.

Imposible negar que Musharraf da más garantías al mundo de un manejo cauteloso del arsenal atómico de Pakistán que su antecesor atrapado por las coordenadas de la persecución étnica. Imposible negar los horrores talibanes en Afganistán como vergüenzas de la humanidad, imposible negar que la presencia invasora garantiza ciertas condiciones mínimas -la paz escudada en metralletas y tanquetas de la mayor potencia militar del mundo- que permitieron, ahora en Irak la expresión de algo que podría encaminarse a una democracia. El antiyanquismo ciega frente a los éxitos indiscutibles de la nueva modalidad civilizatoria. Aunque las cifras oscilan -65 por ciento o quizá más de participación- las elecciones en Irak fueron un acto de euforia popular. Euforia que se dio a pesar del ambiente de amenaza continua de los movimientos fundamentalistas radicales. Hussein y sus degradaciones recibieron en cada voto la peor condena histórica. Pero el enredo de las actuaciones del Nuevo Coloso no ha terminado.

¿Puede una invasión, un acto ilegal e ilegitimo conducir a la instauración de un régimen legítimo? Pero desde el otro lado, ¿cuál es la salida legítima a una dictadura atroz como la de Hussein? ¿Debemos acaso subordinar todo al principio de soberanía, en cuyo caso cualquier acción que no sea la rebeldía autóctona será condenada por la comunidad internacional? La violación procedimental de la ruta del Consejo de Seguridad por parte de Estados Unidos para invadir Irak fue un acto de barbarie, pero ¿cuál es el límite a ser rebasado para que Naciones Unidas avale una acción multilateral que restablezca un orden mínimo de convivencia civilizada? ¿Cuántas atrocidades, como las que hoy se viven en África debe Naciones Unidas tolerar antes de iniciar una embestida liberadora? ¿Hasta dónde el estricto respeto a los derechos humanos como compromiso formal de buena parte de la comunidad internacional obliga a actos de delación de los regímenes dictatoriales o autoritarios para así provocar el cambio?

Se trata en todo caso de una redefinición de fondo. El protagonismo del Nuevo Coloso en parte es propiciado por un vacío de respuesta institucional de Naciones Unidas. Más allá de los ánimos justicieros del secretario general, queda claro que el retraimiento de otras naciones para encarar a través de acciones multilaterales a tiranos y dictadores abre un amplio territorio a la superpotencia. ¿Estaría México dispuesto a enviar efectivos militares a Haití si las condiciones de opresión se reinstalaran? ¿O alegaríamos diferencias doctrinales profundas en lo que quizá es un afán de defensa de una noción de soberanía más cercana al siglo XVI que al XXI? Allí la discrecionalidad de la superpotencia, del Nuevo Coloso, y la larga lista de los intereses estadounidenses convierten a las “acciones liberadoras” en actos sospechosos. Sin embargo ellos son también responsabilidad de las naciones que no están dispuestas a jugar en las nuevas coordenadas.

En esas nuevas coordenadas la flamante Secretaría de Estado de inmediato manda a México un mensaje de dureza muy claro: la inseguridad en la zona fronteriza. El presidente Fox y varios funcionarios salieron a la defensa de nuestra soberanía. Pero el hecho concreto es que México, como lo señalara Felipe González, ha perdido una espléndida oportunidad surgida a partir del terrible 11 de septiembre. México podría proponer a su principal aliado económico la ampliación de su escudo de seguridad. Si no vamos con ellos nos lo van a imponer, de hecho ya está ocurriendo. Es un asunto estratégico, como también lo es recuperar el discurso de William Clinton que incluía al consumo de droga en Estados Unidos como un asunto de seguridad nacional. Mientras aumente el consumo, mientras más adictos se sumen a las decenas de millones, mientras más se presione a los cárteles, mejor negocio será el narcotráfico. Así la paradoja. Invertir en la disminución del consumo a través de una conciencia reforzada y a la larga, como lo ha señalado The Economist en varias ocasiones, caminar hacia la liberalización progresiva es la única salida que le garantiza al Nuevo Coloso una frontera segura. Por cierto, México ha dado en los últimos años golpes muy severos a los narcos. Se han perdido muchas vidas de elementos de nuestras Fuerzas Armadas. No estaría nada mal que el Gobierno de Bush nos informara sobre golpes que han dado a los comerciantes de aquel lado de la frontera que se llevan cerca del 90 por ciento de la ganancia. Desplegar sin límites nuestra imaginación diplomática es el reto. Pues resulta que el gran monstruo imperial es nuestro vecino.

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