Cinco veces estuvo en suelo mexicano Juan Pablo II. Una abismal diferencia se produjo entre su primera y su última estancia en nuestro país: en 1979 fue recibido al margen de la Ley, y aun contra ella, por el presidente López Portillo; veintitrés años más tarde lo recibió como jefe de Estado Vicente Fox, un presidente católico, que se prosternó a sus pies, besó su anillo y lo acompañó en las ceremonias de canonización de Juan Diego.
No sólo el poder estatal cambió en ese lapso entre visitas pontificias, y en el más dilatado que medió entre el comienzo y el fin del Pontificado de Karol Wojtyla, concluido el sábado anterior. También mudó la sociedad, que más claramente que nunca antes distingue, aunque no necesariamente lo exprese, entre su ritualismo y la sujeción de la vida cotidiana a las normas dictadas por la Iglesia Católica. En la cúspide misma del aparato gubernamental, a contracorriente de la doctrina eclesial sobre el matrimonio y el divorcio, se casaron por la vía civil el presidente de la República y quien colaboraba con él como su vocera, casados antes y divorciados civilmente. Sólo mucho más tarde, cuando la señora Marta Sahagún de Fox hizo valer el peso de su posición, obtuvo la anulación de su matrimonio eclesiástico, ese modo sesgado e hipócrita con que la autoridad eclesiástica acepta la ruptura del vínculo generado conforme a sus propias reglas, y declara cachazudamente que nunca antes existió la unión de que brotaron hijos a quienes se deja en la situación de los habidos fuera de matrimonio.
En sus cinco estancias en México, Juan Pablo II fue acogido con entusiasmo y aun con fervor, muy propio del catolicismo popular, el que asiste devoto a los varios centros de peregrinación que atraen a muchedumbres. Esa disposición de ánimo fue recogida y alentada por los medios electrónicos que, sobre todo en la última ocasión, impregnaron a la visita pontificia de un acusado sentido mercadológico. Es natural que la muerte del Papa renueve los sentimientos populares, unidos a la consternación suscitada por la lenta agonía del jefe de la Iglesia. Se ha marchado no un Pontífice distante sino una figura paternal y cercana, que había anunciado que se quedaría, que se iría sin irse.
Comprendo muy bien la reverencia que el Papa suscita en los católicos, no sólo como sucesor de Pedro y vicario de Cristo, sino como autoridad, cuyos símbolos de poder (como la tiara) son inequívocos e impresionantes. Mi madre conservó más allá de su vigencia anual un calendario enorme, de quizá un metro de alto, con la imagen de Pio XII, y hasta mandó enmarcarlo para que presidiera la sencilla sala familiar. Siguió con dolor el padecimiento que llevó a Eugenio Pacelli a la muerte en 1958 y estoy seguro que hubiera sufrido en mayor medida las revelaciones sobre el helado comportamiento del Papa Pacelli ante la abominación nazi, con cuyos móviles fue solidario.
Juan Pablo II, que tan decididamente influyó en los cambios políticos de Europa del este, a partir de su propia patria, incluyó a México entre los países cuyo régimen debía ser modificado. Su primera visita provocó una sacudida de conciencia en el liberalismo político que todavía nutría al Estado mexicano hace 26 años.
En Los Pinos se había erigido, sin demasiada discreción, una capilla donde oraba la madre del presidente de la República. De esa ambigüedad de 1979 se pasó en 1990, fecha de la segunda visita, a la expresión de una necesidad política: el presidente Salinas estaba requerido de legitimación que atenuara y aun eliminara el origen dudoso de su autoridad, el fraude de 1988. El Papa percibió aquella dualidad y esta urgencia y planteó los dos objetivos que meses más tarde serían alcanzados: en enero de 1992 se abandonó el radicalismo de 1917: “la Ley no reconoce personalidad alguna a las agrupaciones religiosas denominadas iglesias” y se llegó al extremo contrario. Y en septiembre siguiente se establecieron relaciones diplomáticas entre el Vaticano y el Estado mexicano surgido de la Revolución, cuya carta constitucional fue saludada con ex comunión pontificia.
Por eso sus posteriores visitas fueron ya como jefe de Estado. Así lo recibieron Salinas, Zedillo y Fox. En esos años de avenimiento, de buenas maneras y olvido de las razones de que la Iglesia Católica quedara supeditada al Estado, no sólo separada de él, el asesinato del cardenal José de Jesús Posadas Ocampo introdujo un ingrediente de discordia, que el Papa encaró como hombre de poder más que como pastor. Se declaró satisfecho con la posición oficial que atribuyó el homicidio del arzobispo de Guadalajara a una mera confusión y, de modo indirecto, cohonestó la relación de su nuncio, Prigione, con los hermanos Arellano Félix, que lo visitaron en la embajada y le pidieron llevar recado a Los Pinos, lo que el diplomático obró con puntualidad.
Igualmente como hombre de poder y no como pastor reaccionó el Papa ahora fallecido ante la denuncia sobre la pederastia del fundador de los Legionarios de Cristo, el padre Marcial Maciel, a quien rindió honores en vez de someter a la justicia eclesiástica. Las acusaciones contra ese poderoso clérigo fueron contundentes y numerosas. Por lo menos una de ellas fue hecha conocer en trance de muerte, el que para un creyente implica el peligro de extraviar su alma para la eternidad. Su Santidad eligió no molestar al creador de las escuelas donde hoy se forma la elite mexicana, esperemos que no con los baldones atribuidos a su fundador.