Lo que ha sucedido en un centro penitenciario llamado La Palma que es una prisión modelo de Máxima Seguridad, atendiendo a que si bien se planeó para que nadie pudiera evadirse, por lo visto no lo es por cuanto a que los internos gocen de invulnerabilidad como lamentablemente ya se ha visto.
La muerte violenta de peligrosos reclusos, cometidos con arma de fuego, pone en relieve que los hampones no respetan lo que debería ser un santuario de criminales, no por voluntad de los delincuentes que se abstendrían de operar en ese penal, considerando que los segregados estarían inermes a merced de cualquier sicario, sino porque los custodios que tienen a su cargo los medios de control se vuelven ciegos y sordos, lo que debe ser así, ya que de otra manera no se explica cómo es que se logran introducir objetos letales que de otra manera serían fácilmente detectables.
Mas no sólo eso, sino que, según se sabe, entran toda clase de artículos con una simplicidad que asusta si se toma en cuenta que los reos de alta peligrosidad pueden conseguir lo que sea, aun substancias prohibidas en el exterior.
En este renglón han fracasado las autoridades. Desde muchos años atrás las cárceles se habían convertido en escuelas del crimen, donde a los reclusos bastaba con encerrarlos sin ninguna medida reformatoria dirigida a obtener la rehabilitación para que cumplieran el período de privación de libertad impuesto. Llegó a tal grado la depravación en los reclusorios que con la venia de las autoridades formales eran -¿son?- gobernados en su interior por peligrosos delincuentes que imponían reglas draconianas a sus compañeros dándose a la tarea de mantener su sometimiento a base de severos castigos.
Esa entrega de responsabilidades obedecía a cobardía, comodidad o conveniencia. De ahí que con más o menos viabilidad los reos puedan tener acceso a pistolas corrompiendo con billetes a los celadores u ofreciéndoles favores que pueden ser de diversa índole. Se puede decir que el hampa le ha ido ganando terreno a las autoridades que han sido incapaces de mantener el orden y la seguridad tanto en la calle como dentro de los penales.
Todos los mexicanos sabemos que las cárceles están sobrepobladas por personas carentes de recursos económicos. No hay en los reclusorios programas para la rehabilitación de quienes ingresan concretándose a mantenerlos como fieras salvajes tras las rejas. No hay una preparación en los altos mandos de quienes manejan estas verdaderas jaulas de encierro de criminales que los llevara a entender cuál es la teoría lombrosiana (de Cesare Lombroso, 1835-l909, que considera al criminal como un enfermo al que se debe curar y no castigar). Para los actuales carceleros es suficiente con guardarlos en un calabozo, dejando en manos de los más torvos el manejo de las mazmorras para cumplir con la función social encomendada.
Por lo común, en un vicio recurrente, son los amigos a los que se les entrega los penales, como una canonjía, obviamente sin importar que desconozcan todo lo que concierne al trato con seres humanos segregados de la sociedad. En días pasados el presidente de la República despidió al encargado de la seguridad en el Distrito Federal, Marcelo Ebrard, al considerar que era responsable de no acudir con la diligencia a que le obligaba su puesto en auxilio de los dos policías que murieron entre el fuego en un poblado de la delegación de Tláhuac. Al homólogo de Ebrard a nivel federal, Ramón Martín Huerta, titular de la Secretaría de Seguridad Pública, que dicen es amigo de Vicente Fox Quesada, en cambio, no fue molestado, como dirían los clásicos, ni con el pétalo de una rosa.
En el asunto de las muertes en la prisión de La Palma cabe decir que los internos están bajo la responsabilidad de quienes manejan las dependencias de seguridad. No debería ser que por encima de la prestación de un servicio público pueda prevalecer un razonamiento equivocado de conservar en su puesto a quien ha demostrado hasta la saciedad no tener la más mínima idea del trabajo que debe desempeñar.