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El poder de las masas (sin nixtamal)/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Ciertos sectores, movimientos y actores políticos se sienten muy cómodos, animados y reconfortados con el hecho de que grandes cantidades de personas se lancen a las calles a mostrar su fervor ideológico. Piensan que de esa manera se están materializando la pasión y compromiso con que los manifestantes asumen las directrices del partido o líder de que se trate. Y creen que, por el simple hecho de llenar avenidas y plazas con gente sudorosa (y con los detritos que suelen dejar a su paso) y que se desgañita gritando consignas, el acceso al Poder, la Salvación o la Utopía (dependiendo de las ambiciones) se encuentra a unos pasos. La premisa es que mientras más personas desfilen por las calles, la Verdad está más a la mano y superretequeprobada. La Verdad según el movimiento en turno, por supuesto.

Ello explica la manía nazi de organizar, a la menor provocación, grandes manifestaciones masivas, desfiles con antorchas y multitudinarias fogatas de libros en las que entusiastas imbéciles quemaban el conocimiento que le resultaba indeseable al Führer (y donde, increíblemente, nunca se asaban malvaviscos ni salchichas; ni esa imaginación tenían). O las reuniones en la Plaza de Mayo en las que, siento decepcionarlos, Evita nunca cantó “No llores por mí, Argentina”. Como explica también los interminables desfiles del Primero de mayo y siete de noviembre en la Plaza Roja con la que se solazaban Stalin y sus sucesores, paradas en las que participaba toda la población de Moscú pelando la mazorca para las filmaciones de propaganda con que luego se saturaba hasta el hartazgo a los pobres prisioneros del Paraíso de los Trabajadores. Como también sirve de hipótesis para entender la muy castrista propensión a pegarle unas insoladas de padre y señor mío a los cientos de miles que tienen que soplarse a pleno sol los discursos de cuatro horas de Fidel. Sí, es evidente: el andar moviendo a las masas en plazas y calles es una debilidad muy notoria de los dictadores de toda laya. Y no, a quienes se emocionan por esas manifestaciones rara vez se les ocurre que mucho de ese entusiasmo se debe a la despensa prometida por la lideresa, el lonche-pecsi-y-cachucha del acarreo, o el temor a ir a dar al GULAG o Isla de Pinos si las masas no desbordan su (artificial) fervor.

Sin embargo, el Pueblo Tomando las Calles (Ojo: no “en las Calles”) también puede ser resultado de una reacción espontánea, que no sigue ningún patrón notorio ni explicable, y que constituye uno de los fenómenos más curiosos de los últimos treinta años. Es lo que hace un par de décadas se dio en llamar el People Power, el poder popular: la capacidad que tiene la gente de movilizarse guiada por una fuerza misteriosa, para echar a sus opresores e instalar nuevos gobiernos que respondan más fielmente a sus anhelos y necesidades. O al menos, eso se supone.

La tendencia empezó con el movimiento popular que en 1986 descharchó al dictador filipino Ferdinand Marcos, con todo y los tres mil pares de zapatos de su mujer Imelda. El detonante fue, cuándo no, unas elecciones notablemente sucias. Y tomando como bandera a la viuda Corazón Aquino (su esposo, Benigno Aquino, un influyente opositor a la autocracia marquista, no tenía ni diez segundos de haber regresado del exilio cuando un asesino se lo despachó en la escalerilla del avión en 1983. El sicario, como suele ocurrir en estos casos, fue prontamente baleado por las fuerzas de seguridad (¿?) del aeropuerto) y con el apoyo de la jerarquía católica, encabezada por un Cardenal con el irónico apellido de Sin, se movilizó exigiendo responsabilidades. El gobierno no pudo o no supo contener el estallido popular; los altos mandos del ejército dijeron que no dispararían sobre la gente, y las masas enfervorizadas tomaron por asalto el palacio presidencial de Malacañang, sólo para encontrarse con una visión más aterradora y bizarra que los sótanos de tortura de Saddam Hussein o el zoológico con leones antropófagos de Somoza: los clósets de Imelda (más aterradora al menos para quienes formamos parte del estrato psicoeconómico de los Maridos Oprimidos).

A últimas fechas, en lo que fuera el Imperio Soviético hemos venido siendo testigos de ese tipo de movimientos. Y uno podría decir: ya era hora.

Y es que cuando la URSS se desintegró, la mayoría de las repúblicas ahora independientes que surgieron de ese desmoronamiento quedaron a cargo de auténticas pandillas de vivales. Rusia, en manos de un demagogo borrachín (pero eso sí, muy populista y encantador) se fue a la deriva, su calidad de vida entró en picada, y mucho de su economía terminó en manos de mafiosos que ahorita andan ajustando cuentas con el nuevo zar Vladimir Putin, digno ocupante de una chamba otrora detentada por Iván el Terrible y Pepito Stalin. Otras repúblicas sufrieron una suerte semejante: el poder lo cooptaron antiguos burócratas de la época soviética, quienes se convirtieron de comunistas en “demócratas” en un abrir y cerrar de ojos, mañosamente manipularon las elecciones de maneras que harían sonrojarse a un mapache priísta hidalguense, y se las ingeniaron para perpetuarse en el poder.

Pero en los últimos dos años, como decíamos, diversos dictadores se han visto derrocados por la fuerza de la reacción de sus pueblos, hartos del mal gobierno, la corrupción, la pobreza y los malos resultados en las eliminatorias para Alemania 2006.

El primero en caer fue un viejo conocido nuestro: Edvard Shevarnadze, quien fuera largo tiempo el canciller de Gorbachev, y luego aprovechó el seguro de desempleo para quedarse como presidente de Georgia. El problema es que resultó un pésimo mandatario, encabezando un gobierno corrupto, incapaz y autoritario. Cuando en noviembre de 2003 además cometió un fraude descarado en las elecciones parlamentarias, la gente dijo “Ya estuvo bueno”. Se lanzó a las calles y en unos pocos días lo obligó a empacar sus chivas y partir al exilio. Claro que ello no ha terminado con las penurias de Georgia. Pero el People Power salió avante.

Hace unos meses, y de nuevo a consecuencias de un proceso electoral más cuestionable que el de Oaxaca, el presidente de Ucrania, tirano de colmillo largo y retorcido, hubo de resignarse a convocar a nuevos comicios, presionado por un movimiento popular que tomó las calles y la huelga de hambre de la cantante ucraniana más famosa, Ruslana Lyzhico. Ah, y también por las quejas de la Unión Europea.

Esas nuevas elecciones le dieron la victoria al líder de la oposición Víctor Yúshenko, quien luce un cutis parecido al del Guapo Ben (el de los Cuatro Fantásticos) como consecuencia de lo que parece un intento de envenenamiento por parte de sus rivales. Conociendo cómo se mueve la política ucraniana, lo raro es que siguiera vivo. Pero en todo caso, la raza en la calle (y con listoncitos anaranjados hasta en donde les platiqué) había forzado el cambio de régimen.

Y hace unos días en Kirguistán, la más pobre de las repúblicas ex soviéticas (y el país más alejado de cualquier costa en el mundo), se produjo un fenómeno semejante, aunque con sus características singulares. De nuevo: hubo elecciones muy sucias. Un psiquiatra (¡!) descontento elaboró un estribillo opositor que, una y otra vez, fue transmitido por una estación de radio antigobiernista. Al parecer hipnotizados por ese mantra, varios miles de indignados ciudadanos asaltaron el palacio presidencial. El tirano Askar Akáyev, quien tenía 14 años en el poder, huyó por piernas.

Quizá lo que hay qué preguntarse no es cómo cayó Akáyev con tanta facilidad, sino qué rayos hace un psiquiatra en un país donde la mayoría de la gente gana un dólar diario. Bueno, quizá ahí sea más necesario el oficio de exprimecocos. En fin.

Ah, y lo de la indignación masiva y popular por los resultados de la eliminatoria rumbo a Alemania 2006 es literalmente cierta: esta semana, enfurecidas turbas arremetieron contra edificios gubernamentales en Bamako, la capital de Malí, luego que el equipo local perdiera en tiempo de compensación su juego contra Togo. Y, lo más extraño y sorprendente: en el país más cerrado y controlado del planeta (y uno de los más pobres), Corea del Norte, hubo que echar mano de las fuerzas de seguridad cuando indignados aficionados empezaron a tirar botellas y cascotes a la cancha en donde su selección perdió frente a la de Irán. Más aún: la bronca continuó afuera del estadio. ¿Desórdenes en el feudo de Kim Jong Il? ¡Si ahí por chiflar la tonada equivocada el castigo es un tiro en la nuca! ¿Estaremos viendo el nacimiento de una nueva fuerza sociopolítica, en donde el catalizador no sea la lucha de clases ni el corporativismo ni la exigencia de democracia… sino el futbol y la demanda irrenunciable de liguillas más largas? Cosas más extrañas han pasado en este mundo nuestro.

Consejo no pedido para no sentirse amasado: vean “Un día muy especial” (Una Giornata particolare, 1977), con Mastroianni y la Loren, sobre un romance durante el día en que hubo la mayor manifestación en Roma desde tiempos de los Césares: la recepción de Hitler por parte de Mussolini. Simplemente deliciosa.

Provecho. Ah, y muévanle al reloj. Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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