En días pasados El Siglo de Torreón cabeceó en primera plana: “Preocupa ola de violencia” y se refería a declaraciones del secretario de Gobernación, Carlos Abascal Carranza, donde por una parte reconoce la gravedad del problema pero, por otra, lo circunscribe a las acciones de “un grupo de personas que, según él, ha decidido luchar contra las instituciones del Estado”. El funcionario pide que ante los criminales organizados, “que también desafían a la democracia y a las instituciones de la República”, la sociedad y el Gobierno se unan para lograr que se respete el Estado de Derecho.
Sin desconocer la importancia del combate a lo que se conoce como el crimen organizado, me parece que la visión del secretario Abascal, sobre el problema tan complejo resulta sesgada, reduccionista o por lo menos incompleta. La violencia va más allá de lo que se ha señalado, tiene muchas aristas y requiere abordarse desde diferentes vertientes, para buscar explicarnos ese fenómeno que cada día se extiende más en nuestro país y que no es privativo de una sola ciudad como tendenciosamente se pretende hacer ver en algunos anuncios televisivos.
Este importante asunto me llevó a releer un interesante libro de Martín Hopenhaydn que tituló “Ni apocalípticos ni integrados”, en el cual se dedican algunas páginas al tema de la violencia, pero desde la perspectiva que la ve como una forma de reacción, desde abajo, de parte de los excluidos del modelo de desarrollo y sus beneficios. Desde luego que no es un enfoque justificatorio de la violencia, que no compartiríamos, sino otra forma de ayudarnos a entenderla y a combatirla.
El autor señala que a falta de justicia distributiva en el desarrollo y de justicia penal frente a los atropellos y discriminaciones, es de esperarse que como respuesta de los marginados se abra “un abanico de violencias reactivas”, de las cuales el caso más visible es el de la violencia delictiva en las ciudades. Aunque el estudio se refiere en sus ejemplos a años anteriores y a otros países sudamericanos como Colombia y Brasil, lo cierto es que este problema nos ha alcanzado en México dramáticamente, por lo que las categorías para el análisis siguen siendo vigentes.
Se plantea que la violencia delincuencial es “un modo de procesar la exclusión por parte de los excluidos”, en la cual el delincuente quiere verse a la vez como protagonista y beneficiario, haciendo patente la violencia implícita en la marginación estructural derivada del modelo de desarrollo. Esta cara del problema no siempre se quiere revisar por las autoridades, quienes debieran reconocer que así como hay criminales organizados a los que hay que combatir implacablemente, también hay delincuentes que fueron orillados a serlo por la falta de oportunidades para la integración social. No se propone ante ello una justificación plena, que nos lleve a una tolerancia y permisividad mal entendidas e inadecuadas, sino a tener en cuenta otros elementos para abordar el problema y poder buscar soluciones complementarias a la estrictamente policiaca, ya que ésta pudiera verse sólo como una contrarreacción desde arriba, que conlleva una forma de violencia institucionalizada.
Otro factor vinculado a la subcultura de la violencia delincuencial, es el relacionado con la subcultura de la droga. Hoy se ha extendido peligrosamente el tráfico y consumo de drogas de muy diverso tipo, lo cual tiene connotaciones diferentes si ocurre entre las clases pudientes o entre los sectores pobres. Aunque también en las primeras además de producir placer puede generar violencia, lo cierto es que en los sectores marginales la droga se ha convertido en un foco expansivo hacia la delincuencia, pues los jóvenes pobres buscan con los efectos de su consumo conseguir la experiencia de recuperar parte de la autoestima perdida, autoafirmándose aunque sea a costa de la negación del otro e incluso de la vida del otro. Hay más proclividad a ello por la falta de perspectivas de integración o de movilidad ocupacional. Esto es fundamental que se considere al pensar en el proyecto de nación que queremos, en el tipo e país que deseamos heredar a nuestros hijos.
Aquí conviene recordar que lo que está pasando en nuestra frontera norte y en distintos estados, respecto a las ya numerosas ejecuciones, es una confirmación de que a la extensión del círculo de la droga se agrega también la extensión de la “normalización”, del asesinato. ¿Estaremos rumbo a la colombianización? Quién no recuerda la grave proliferación de los sicarios en Colombia hace algunos años, los cuales eran adolescentes y jóvenes que desde los trece años hacían del asesinato por encargo un medio de vida. Hopenhaydn nos dice que las cosas como éstas son la contracara de la cultura triunfante que exalta el mercado y la tecnología en sociedades donde hay verdaderos abismos sociales. Por ello no se valen triunfalismos de los integrados en esta sociedad o de los beneficiarios del modelo de desarrollo. Debemos estar alerta permanentemente los ciudadanos y no acostumbrarnos a ver como normal la cultura de la muerte, permitiendo que se implante y se extienda en nuestro país. Urge entender que un efectivo antídoto contra la violencia reactiva desde abajo es la verdadera democracia y el consiguiente cambio de modelo económico, mismo que posibilite la integración social, política, simbólica, de los millones de excluidos, especialmente de los jóvenes, para estar en condiciones de evitar la consagración de la violencia en nuestro México.