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El ratón y la lechuza

Gilberto Serna

Las horas de la mañana lo encontraron parado en la banqueta formando una pequeña fila de diez personas que esperaban pacientemente a que los de adelante pusieran sus manos en una pantalla para emitir sus votos electrónicamente. Adentro estaba el aparato que parecía un gran ojo cuadrado que lo miraba con cierto aire de suficiencia. Los años en que se entregaban papeletas parecía que quedarían atrás. De ahora en adelante bastaría con tocar la superficie para que apareciera la imagen de una boleta electoral. No era necesario que usted pusiera la tacha sobre el emblema del partido de sus preferencias, la máquina lo haría por usted, era suficiente con que tocara con sus dedos el lugar en que aparecía el emblema. Después, por una rendija saldrían los tres billetes que depositaría en las urnas, alineadas muy serias, dispuestas a engullir lo que antaño eran las papeletas. Mientras tanto las personas que presidían el ceremonial lo examinaban de arriba abajo, como empleados de una gran tienda comercial, confundidos entre los clientes, listos a actuar al primer movimiento en falso.

No había tardado gran cosa. Le hicieron levantar la mano derecha como si fuera a prometer que diría la verdad para que una dama, la misma que guió sus primeros pasos en el uso del aparato, le embarrara una tinta indeleble en el pulgar. Luego vio los rostros. Le contemplaban, quizá, con la misma curiosidad con la que los habitantes del nuevo mundo miraban con gran estupor a la tripulación de la Santa María asomados a su borda aquel doce de octubre. Eran sus vecinos los que escudriñaban desde atrás de la mesa de madera sobre las que aparecían los cuadernillos conteniendo el retrato de los ciudadanos. La hilera de electores seguía igual, alimentada por los que se habían incorporado en los minutos siguientes. Afuera una señora se quejaba lastimeramente. Su marido la consolaba. No aparecía en la lista de electores a pesar de traer consigo su credencial de elector. Hizo un berrinche del tamaño del mundo, similar al que debió hacer la primera mujer cuando se enteró de que sería expulsada del paraíso.

Una joven que traía consigo unos apuntes en los que dejaba constancia de lo que los votantes le decían al salir de la casilla se veía asediada por un pelafustán que la acusaba de estar haciendo algo indebido a pesar de que ella le mostraba su gafete jurando y perjurando que estaba autorizada para levantar una encuesta de salida. El torvo sujeto se retiró amenazando con volver. La mujer le siguió con la mirada. Nadie salió en su defensa concretándose a observar el incidente desde lejos. Tampoco la autoridad intervino dando la impresión de que fue ultrajada, vilipendiada y denigrada sin que los demás hicieran nada. Algo hemos perdido en el crecimiento como ciudad, pensó el sufragante. De menos el sentido de caballerosidad. Los niños correteaban en las inmediaciones riendo y gritando demostrando en su inocencia que los días en que los mexicanos resolvían sus asuntos a balazos habían quedado en un remoto pasado.

Mientras caminaba de regreso a su hogar, cavilaba el hombre sumido en profundos pensamientos. Un perro flaco, escuálido y roñoso que no había encontrado desperdicios en el bote de basura, con la lengua de fuera, abandonado por la diosa fortuna, escurridizo, con la cola entre las piernas, pasó a su lado. El can lo miró de soslayo, el hombre volteó el rostro. Ambos se compadecieron en silencio. Uno por el bocado que no encontró, él porque una auténtica democracia le pareció más lejana que nunca. Mañana será otro día, parecían decirse con la mirada, sin creerlo del todo. Después cada cual tomó su rumbo, pretendiendo no darse cuenta que la desgracia les seguía, como la lechuza nocturna persigue al descuidado y atolondrado ratoncillo. El destino diría si volverían a encontrarse.

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