En la disputa por las candidaturas del año 2006 opera, fresco como una lechuga, el añoso y desgastado centralismo que ha padecido la República desde los tiempos de los tlatoanis: piramidal y autárquico, aunque se disfrace con la vestimenta de la democracia.
Igual como sucede en los dentros de la Iglesia Católica para la designación del nuevo Papa, en la República todo se resuelve según la santa voluntad del líder del PRI, del presidente panista de la República y de los oficiosos cardenales de capote amarillo del Partido de la Revolución Democrática. Menos de los ciudadanos, quienes son los que, en verdad, deberían proponer, opinar, elegir, mandar.
En la expectante sociedad testimonial que todavía tenemos son unos cuantos quienes conocen la importancia del debate, se interesan por él, procuran conocer sus avances y se preocupan por las consecuencias. La mayoría cree con ciega fe en lo que dicen los agoreros de la televisión y lo que sostienen los líderes de los partidos políticos, tan peores los pintos como los colorados. Y eso que vivimos, según dice nuestro presidente, en una verdadera democracia. Qué sería si no.
Ya observamos la semana pasada el curso de los vergonzosos acontecimientos que desembocaron en el desafuero de Andrés Manuel López Obrador como gobernador del Distrito Federal, esta rara entelequia política que inventaron los artífices de la modernidad para el exclusivo gozo y retozo del PRD: una entidad federativa que gobierna sin propias instituciones legislativas, pendiente de la tripa umbilical del Congreso de la Unión y expuesta a los abusos del Poder Ejecutivo Federal.
Vale decir que la democracia se ha convertido en un ring de boxeo, sin ‘réferi’ ni jueces. Manda, en tiempo, el que suena la campana. Manda en la práctica el que golpea primero. Las rijosidades son muy parecidas: o se riñe por los impuestos o por los ramos del gasto público o por vamos a ver quién puede y quién no debe ser candidato a la Presidencia de la República: en el ‘clinch’ se enredan los verbos y los adjetivos peyorativos, se sacuden unos a otros los diputados, se insultan y se escupen a la cara. Nadie quiere salir de la batahola con las manos vacías: algo van a conseguir, finalmente, esos almodrotes de la política mexicana.
¿De qué sirvió la preocupación ciudadana por elegir a un cuerpo legislativo que sirviera de peso y contrapeso ante los poderes Ejecutivo y Judicial? Los diputados han equivocado el sentido de su misión específica. Con los guantes puestos bailan en torno de su contrincante, el presidente de la República, mientras éste lanza fintas verbales y golpes judiciales. Pero igual se ponen al lado del presidente cuando se trata de acabar con un enemigo común. ¿Ideologías? No, simples conveniencias de unos y otros.
Si los ciudadanos elegimos a una cámara plural con la intención de equilibrar y templar la fuerza del peculiar presidencialismo panista, los senadores y diputados deberían servir para encauzar al país en un auténtico sistema democrático, no para transformar el presidencialismo autoritario priista en un autoritarismo legislativo multipartidista que a todo se opone y en nada coincide. La Cámara de Diputados debe dejar de ser el ring donde los partidos y el Gobierno intenten ganar un cinturón de oro en cada asunto que se presente a discusión. Pero se pierde el tiempo en cuestiones de importancia baladí, en vez de profundizar y resolver los grandes temas que reclama la República. Y así llevamos cuatro años.
Nos queda implorar, arrodillados y rezando La Magnífica, para que las ráfagas que anuncian la tempestad de 2006 se conviertan en una simple tormenta tabasqueña tropical, sin que se enojen y se larguen del país los inversionistas extranjeros y nos dejen como estábamos en los malhadados tiempos del echeverrismo y el lopezportillismo: encuerados y en ayunas.