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¿Es pertinente la democracia?/Las laguneras opinan

Laura Orellana Trinidad

La inminencia de las elecciones, con toda la faramalla de la que se acompaña y cuya propaganda nos recuerda la visión tan pobre que los políticos tienen de nosotros, los ciudadanos, siempre me recuerda una experiencia que tuve hace poco más de 20 años, en la que constaté la necesidad de educarnos en el diálogo y la participación social. Por aquel entonces estudiaba Sociología y decidí, junto a una amiga y compañera de estudios, realizar una práctica de campo en los Altos de Chiapas durante un periodo de tres meses.

No era precisamente algo novedoso; por el contrario, en esa época se afirmaba, a modo de chiste, que en las estadísticas nacionales se añadía un antropólogo o sociólogo por cada familia indígena. Y así era: muchos estudiantes y profesores de diversas universidades, gestores de partidos políticos y de organizaciones civiles tenían en San Cristóbal su centro de operaciones.

El objetivo de la práctica era realizar una investigación con agricultores que sembraban café en la zona que hoy se considera el bastión del zapatismo: Yabteclún, Los Chorros, Chenalhó, entre otras comunidades. Mediante un contacto, nos entrevistamos con el coordinador de una organización indígena independiente, cuyo propósito era vender café de manera directa a mercados internacionales y vencer el poder del Inmecafé y de los “coyotes” que adquirían los granos a un precio irrisorio.

El coordinador nos advirtió sobre la necesidad de un permiso para entrar a las comunidades y aplicar las encuestas a quienes cultivaban café. Pero los miembros de la organización debían aprobar nuestro ingreso. Nos invitó a una junta, que se realizaría en un beneficio de café, en Polhó. Ahí estuvimos muy temprano y uno a uno fueron llegando los participantes de la reunión. Nos sentamos sobre grandes sacos llenos de granos de café -en lugar de sillas- mientras éramos presentadas a todos. Acostumbradas a las jerarquías, pensamos que el permiso sería sólo un trámite sencillo. La junta duró más de siete horas, en la que no hubo ninguna pausa. Se discutieron problemas de su incipiente empresa social y también nuestra participación. Todos hablaban, se daban la palabra unos a otros, iban consensuando acuerdos. Todo en tzotil, en un clima de mucha calma, muy pausadamente, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. ¡Se llevaron prácticamente una jornada laboral para tomar algunas decisiones!

Mucho tiempo después me fui enterando que esa experiencia que tuvimos, constituía algo totalmente usual en las comunidades indígenas: es la forma en se organizan para tomar pareceres. Nunca lo hacen por mayoría (ya que el concepto de individuo no existe), sino por consensos. El antropólogo Miguel Bartolomé, lo reitera: “a nivel normativo y a pesar que existen muchas excepciones y desviaciones, el papel de las autoridades (indígenas) ha sido siempre presidir las asambleas comunales, donde se tratan las cuestiones que afectan a la gente y en las que los mecanismos de toma de decisiones se basan por lo general en el consenso y no en la mayoría. Asistir a estas asambleas, a veces interminables, enseña otra forma de vivir la política”.

En este mismo sentido, resultan significativos los términos que emplean en el pueblo tojolabal de San Miguel Chiptik para quienes se dedican a los asuntos públicos: la palabra ïaïtijun, se refiere a quienes los gobiernan y significa “trabajadores de la comunidad”. El término “mandaramun”, de raíz castellana, y orientada a la política local, estatal y federal, quiere decir “el mandón”, “el que da órdenes”: mientras que el gobierno interno de los trabajadores de la comunidad, se basa en relaciones horizontales y decisiones por consenso, el de los “caxlanes” (los blancos y mestizos) contemplan una figura autoritaria.

Por otra parte, el significado del concepto “democracia” resulta fascinante: “...un gobierno conducido por el consentimiento libremente otorgado por el pueblo”, “...un sistema de gobierno en el que la autoridad suprema recae en el pueblo”, “...gobierno del pueblo ejercido directamente o por medio de representantes”, “la forma de gobierno en el que el control político es ejercido por todo el pueblo, directamente o a través de la elección de representantes”, sin embargo, todos en este país sabemos que es una verdadera falacia: nuestros “representantes”, ni tardos ni perezosos, renuncian a sus puestos actuales para seguir “sirviéndonos”; se gastan los recursos de quienes sí trabajamos para pagar spots de televisión enajenantes y grandes espectaculares en los que por primera vez vemos el rostro de quienes se durmieron en las cámaras.

Sí, ya sé que me dirán que no hemos alcanzado la verdadera democracia, el modelo. Pero entonces, ¿por qué no probar la experiencia indígena, que quizá es más nuestra? Nos está costando mucho que los políticos busquen sus ganancias económicas y de poder individuales. Si no ¿cómo explicar los desorbitados intereses por los puestos? ¿Cuándo nos estamos enterando de las “grandes” acciones de los diputados o gobernantes? ¿No debieron estar en contacto con nosotros desde antes? ¿Qué habrá detrás de los cargos si para llegar a ellos se tienen que gastar tantos millones de pesos? ¿Será que al final del arcoiris se encuentra el mayor tesoro del mundo?

Creo que no está de más discutir la pertinencia de nuestras formas de organización política. Es necesario que desarrollemos esa gran habilidad que tienen los indígenas de pensar, reflexionar, contrastar, sopesar lo que conviene a nuestra comunidad, nuestro país. ¿De verdad habrá quien desee servir? ¿Quién desee “mandar obedeciendo”? Yo creo que si hubiera políticos entregados verdaderamente a quienes representan, no necesitarían anunciarse de ningún modo, ni protegerse de los demás. Serían “populares”. Es más, no querrían repetir la experiencia en otro cargo porque terminarían exhaustos y quizá hasta sin recursos personales. Así me imagino yo a un “trabajador de la comunidad”, ¿y usted?

lorellanatrinidad@yahoo.com.mx

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