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Escenas de un manicomio

Adela Celorio

Sitiada, sometida al asedio brutal de los autos que me rodean tan de cerca que amenazan seriamente con rebanar los espejos laterales de mi camioneta, procuro distraerme observando la impudicia con que se exhiben frente a mí, entre las redilas de una vieja pick-up, los enseres de una familia que cambia de domicilio: la tele, el colchón, la estufa, un sofá destripado y un cilindro de gas. Una escoba, la bacinilla, la andadera del chiquillo y para que no falte nada, en una jaula se llevan también al perico que no para de gritar: ¡Chivas¡ ¡Chivas¡

A mi derecha, sobre la plataforma de un camión, viaja un flamante Lamborgini negro. Supongo que no lo ponen a rodar para que no se roce con la chusma. A mi izquierda, rifándosela entre los autos, mujer con un niño en el rebozo, toca con los nudillos en mi ventanilla cerrada por seguridad.

Cuando la miro me dice a señas que ella y el niño tienen hambre.

Enloquecidos, los automovilistas tocamos el claxon, todos tenemos prisa pero nadie consigue moverse. Por el espejo lateral, veo al conductor de atrás bajar de su auto y orinar mirando al cielo. Nadie sabe lo que ocurre y lo único que nos alivia un poco es mentar madres.

Además de la frustración que me causa el hecho de no poder circular, tengo que aguantar también la jeta de Madrazo, quien desde afiches y pendones pegados en todas partes, sonríe triunfal con esa sonrisa suya que es una cínica burla.

Defino lo que quiero decir con “cínico”: hombre carente de moral, ser despreciable para quien el fin justifica los medios. Alguien que manipula el lenguaje, brujulea con las palabras, las acomoda a sus intereses y las arrima donde le conviene. Ser atroz que dice lo contrario de lo que piensa y va a lo suyo con procacidad. Y por favor, aunque todo mundo sepa lo que significa procacidad, denme el gusto de definirlo para explicarme mejor: es la desvergüenza e insolencia de quien piensa que los demás somos desmemoriados e imbéciles.

En esas reflexiones andaba cuando al fin empezamos a movernos y para mi mal, en cuanto pude cambié camino por vereda. Terrible decisión, caminante, no hay camino. Escucho en el radio que toda la ciudad está paralizada. Busco resquicios para escapar aunque sea por donde no.

Providencialmente encuentro una sucursal del banco que ando buscando y mi suerte empieza a mejorar: sólo hay 72 personas antes que yo esperando turno en las cajas. -Calma -me digo- y me entrego al libro que acostumbro llevar en mi bolsa para exorcizar la ansiedad.

-¿Por qué odia tanto la ciudad? Cuando voy para allá, la encuentro maravillosa- me replicó alguna vez un lector a quien desde esta columna le ofrezco que el día que quiera cambiamos. ¿Dónde quiere que le firme?

adelace@avantel.net

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