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Escollos a la modernización

David Ibarra

A partir de los años 60 parecía claro que los regímenes democráticos desplazarían felizmente a los autoritarios o tiránicos desde el sur de Europa hasta América Latina y Asia. La tercera ola democrática, así calificada por Hungtington, cobró vigor inusitado, alentada por mudanzas no menos significativas en el orden económico internacional con el triunfo de los mercados liberados más allá y por encima de las fronteras nacionales. Mucho se avanzó, aunque los progresos hubiesen sido disparejos. En América Latina cobró vigencia la democracia electoral, se vigorizaron los partidos políticos y tomaron asiento algunos criterios ordenadores de la vida política, como la rendición gubernamental de cuentas. Otro tanto ocurre en el sur de Europa, en Sudáfrica, en algunas naciones soviéticas e Indonesia.

Sin embargo, el orden democrático mundial no ha podido finiquitar el autoritarismo en muchas partes del mundo. Y en otras tantas naciones, donde se inició con buen pie la renovación política, comienza a surgir cierto desencanto con las virtudes y resultados casi automáticamente esperados y fallidos del cambio democrático.

El mundo árabe, por su historia, tradiciones y conflictos con Occidente, está lejos de acceder fácilmente a la democracia. En Corea del Norte, Laos, Vietnam, China, Birmania, Singapur y numerosos países africanos, los regímenes políticos son predominantemente autoritarios, incluso en algunos se manifiestan repliegues en la cobertura de las libertades políticas (Rusia). En muchas latitudes, los ciudadanos se sienten desilusionados por la incapacidad de la democracia en rendir frutos conmensurables con las expectativas creadas o siquiera análogos a los obtenidos en la experiencia de las décadas que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Aun los países latinoamericanos en desarrollo donde pareciera echar raíces la democracia, enfrentan problemas al retroceder el bienestar ciudadano en lo económico y en lo social. Las reformas económicas aptas en estabilizar precios o tipos de cambio, en reducir los déficit gubernamentales, no han generado empleos suficientes. Al estancamiento de los ingresos, la difusión del empleo informal y de la pobreza, se añaden el alza de la criminalidad, la ruptura de las redes anteriores de seguridad social y la precarización de las condiciones de trabajo. Son fenómenos que desprestigian el avance político y ponen en tela de juicio la idea de que la democracia produce más crecimiento que el autoritarismo. En Taiwán, Corea, China y Vietnam crean dudas sobre la visión de que la liberación política formal alienta el desarrollo, mientras el autoritarismo es incapaz de sostenerlo en el mediano y largo plazo.

Sea como fuere, las debilidades de los procesos de transición hacia la democracia se explican por varios escollos. Uno está relacionado con los paradigmas del nuevo orden internacional que tratan de poner fuera del alcance de las decisiones democráticas nacionales, los asuntos socioeconómicos de los países en desarrollo, sea por razones que hacen a la estabilidad del sistema mundial de producción y comercio, o que responden a los intereses de las naciones dominantes. El Tercer Mundo, se aduce, debiera eliminar las fronteras nacionales, aunque registren notorio rezago competitivo; renunciar a la intervención estatal en la producción directa “manejando empresas” o indirecta “subsidiando a inversionistas nacionales”, aunque ello dificulte dar alcance a los países avanzados; establecer el más riguroso equilibrio entre gastos e ingresos fiscales, aunque se sacrifique a la inversión pública; los bancos centrales han de ser autónomos, esto es, deben estar inmunizados a toda influencia político-democrática para proseguir sin titubeos acciones antiinflacionarias, benéficas a las relaciones comerciales aunque contraríen las aspiraciones nacionales de crecimiento. La democracia es el mejor sistema político. En nuestras latitudes se le circunscribe, no se le deja inmiscuirse en asuntos económicos y sociales, temas tabú a los que se atribuye una relevancia que trasciende o debe escapar a lo nacional. Al efecto, se echa mano de racionalizaciones teórico-ideológicas que subrayan la propensión a errar y corromperse de los gobiernos, en contraste a la sabiduría y eficiencia de los mercados, “como si éstos no fuesen construcciones humanas”. De esa manera se predetermina, se vacía, el contenido de las políticas nacionales, sean macro o microeconómicas o macro y microsociales, dejándolas libradas a las veleidades de mercados internacionales sobre los cuales los países tienen escaso control. Y al hacerlo, se margina a los ciudadanos de decidir las cuestiones centrales a su bienestar y se comprimen los linderos de la política. A la insatisfacción de los votantes sólo queda el consuelo de buscar la alternancia política, ejercicio vacuo, mientras los nuevos gobiernos electos mantengan sin alteración -como en México- las mismas estrategias.

En contraste, los países emergentes exitosos son aquellos que han sabido adaptar, innovar el catálogo de recetas neoliberales del llamado Consenso de Washington.

Otro escollo a la normalización democrática se asocia a la implantación abrupta de reformas que implican ruptura con la evolución histórica, las culturas de los países o que se emprenden con estrategias incompletas de cambio institucional.

Ilustremos el problema con la experiencia de México. Aquí han tomado cuerpo mudanzas políticas trascendentes en los sistemas electorales y de partidos políticos. Con la alternancia en el Poder Ejecutivo, se llega a una división real de poderes y se disuelve el presidencialismo hegemónico con el control corporativo. Hasta ahí los avances son impecables. Sin embargo, no se previó que la segmentación en partidos de fuerzas comparables dificultaría la formación de mayorías legislativas, alentaría la aparición de tensiones entre Gobierno y Congreso, acentuadas por la inexperiencia nacional en la integración de alianzas legislativas y la debilidad en la participación política de los agentes productivos y organizaciones civiles.

Se destruyó el presidencialismo autoritario, pero no se crearon las instituciones de reemplazo que permitireran reconstruir el pacto social básico, tanto como los mecanismos de formación de los acuerdos necesarios al encauzamiento ordenado, de la vida nacional. Esta laguna institucional, explica en parte que cada día se alcen más voces pidiendo la “reforma del Estado” y que se critique el hecho de que, de las estrategias económicas se excluya la participación sustantiva de los principales agentes de la producción.

Asimismo, en México se han implantado reformas jurídico- institucionales encaminadas a fortalecer los derechos económicos individuales, a fin de ponerlos a la par de los del primer mundo, a las exigencias de la globalización. Por eso, se desregula la economía y se retira al Estado de la producción; se igualan los derechos económicos de nacionales y extranjeros; se retiran restricciones a la inversión extranjera; se suprime el proteccionismo comercial y financiero y se fortalecen los derechos de los acreedores, entre muchas otras medidas semejantes.

En contraste, se han dejado de lado la institucionalización y el fortalecimiento de los derechos colectivos, como mecanismos de resguardo ciudadano frente a los avatares de los mercados liberados y transnacionalizados. No sólo se erradican casi todos los mecanismos de fomento y protección a los productores nacionales, sino que no se les sustituye con programas de reconversión productiva y de investigación tecnológica, frente a la abolición de fronteras. Asimismo las antiguas redes de protección social no han sido complementadas por las necesarias en mercados abiertos, a semejanza a las que tienen otras naciones (derechos sociales exigibles, accesos universales a los sistemas de salud, seguro de desocupación, etcétera). De aquí las controversias, los diferendos políticos sobre la flexibilización laboral, las reformas a las instituciones de seguridad social, la política industrial y hasta la conformación del presupuesto.

Podría multiplicarse la mención de las lagunas institucionales en las reformas que desprestigian a la democracia o causan innumerables trastornos.

Baste subrayar una más: la falta de instituciones de regulación prudencial de la banca apropiadas a la liberación financiera, acentuó la debacle económica de 1995 que hasta hoy ha dejado excluidos del crédito a la gran mayoría de los pequeños y medianos productores nacionales y está en la raíz de la extranjerización del grueso de los organismos financieros del país.

Sin duda, la democracia formal puede convivir con diferentes arreglos políticos, incluso inhibir los valores de la justicia social, como lo atestiguan numerosos casos de América Latina.

Por razones evidentes, es aconsejable, aunque resulte difícil trascender criterios exclusivamente procesales (sufragio universal, elecciones limpias, sistemas electorales apropiados, partidos políticos competitivos) para avanzar hacia una democracia sustantiva, capaz de articular las demandas de la población, legitimar a los gobernantes y satisfacer metas ineludibles de equidad social.

Los escollos anotados a los procesos de la modernización política subrayan los sesgos o lagunas de las numerosas reformas emprendidas para adaptar al país al nuevo orden internacional. Se han debido apoyar objetivos sociales distintos, crear nuevas instituciones y desechar otras, dentro de un complicado mapa transicional, todavía parchado e incompleto.

En general, las reformas siguieron prelaciones sesgadas, incompletas, singularmente manifiestas en el descuido del bienestar ciudadano y de los productores nacionales, esto es, en cuestiones esenciales a la consolidación de una verdadera democracia social, sin exclusiones ni adjetivos.

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