¿En qué momento nos extraviamos? ¿Cuándo fue que el miedo comenzó a ganar terreno y olvidamos el valor de la solidaridad, el respeto y la tolerancia?
Muchos de nosotros fuimos criados libremente. Sin miedos y profesando valores básicos. Respetando a los mayores y a la autoridad. Conscientes que éramos dueños sólo de lo nuestro. De que el Gobierno actuaba para nuestro bien.
Yo crecí, lo he comentado algunas veces, en un barrio de clase media de Torreón, en donde todos nos conocíamos y sabíamos también quiénes eran nuestros vecinos de las cuadras más cercanas.
Sabíamos quiénes eran los tenderos del barrio. Don Pilo y don Manuel Tea. Si acaso se ofrecía, en esas tiendas nos fiaban sin reticencias ni dudas de que se les pagaría oportunamente. Nadie dudaba que los precios eran justos y los kilos y litros eran tales.
Las puertas de las casas vecinas permanecían la mayor parte del día abiertas, protegidas tan sólo por una delgada tela de alambre, a fin de evitar que entraran las moscas.
Los automóviles que se guardaban dentro de la privada de la Degollado, permanecían abiertos y nosotros podíamos jugar dentro de ellos sin problemas.
Si acaso llegamos, y malamente, a temer de algún personaje de aquella zona, fue a “Julio Cajitas”. Pero nunca nos cuidamos de otra gente ni desconfiamos de las personas sólo por su cara o vestimenta.
Nadie denunciaba que algún niño le hubiera robado un juguete a otro, pues si acaso lo tenía en su poder era porque se le había prestado o lo había tomado sólo para jugar un ratito.
El respeto a los padres y abuelos de todo el barrio era indiscutible y sin distinciones. Ellos representaban la autoridad filial y nosotros obedecíamos sus órdenes y les hacíamos mandados como si se tratara de los nuestros.
Igual sucedía con las órdenes dadas por el maestro, en la escuela, o por el cura de la iglesia más cercana. Ni remotamente se nos ocurría que el primero nos fuera a enseñar algo que fuese perjudicial para nuestra formación, ni tampoco que el segundo pudiera realizar un acto contrario a nuestra dignidad e integridad.
Si acaso sobre las cuestiones de fe, llegamos a dudar o cuestionarlas andando el tiempo, fue como resultado de haber descubierto otras formas de pensamiento. Pero tenemos que admitir que los prejuicios que de ellas derivaron no tuvieron su origen en una dañada intención.
A las autoridades más cercanas a nosotros, como el policía del barrio o el tránsito de la esquina, las respetábamos porque las sabíamos nuestras protectoras.
Y tan era así, que un día específico del mes de diciembre los agentes de vialidad recibían regalos de la ciudadanía y los lucían al lado de sus cajones desde los cuales, colocados en los cruceros, dirigían el tránsito vehicular. Nadie consideraba esos detalles como cohecho, sino como reconocimiento a su labor de protección.
Ahora, mucho de todo aquello ha cambiado, entre otros factores, porque nosotros nos encerramos en nuestras casas. Elevamos las bardas colindantes y pusimos rejas a nuestras ventanas.
Pedimos la diáfana visión. Mi jardín no se ve igual al través de las rejas de la ventana.
La autoridad de los padres de familia es cuestionada ahora por cualquier mocoso y resulta que, de acuerdo con las nuevas tendencias, éstos no pueden darle ni siquiera una nalgada para corregirlo, “porque lo pueden traumar”.
Sin embargo, nosotros no nos traumamos porque nos corrigieran de esa forma, ni tampoco porque alguna vez nos castigaran justificadamente negándonos cualquier permiso para salir de la casa.
Los ancianos, en muchos casos, hoy son un estorbo. Los jóvenes se burlan de ellos y les niegan respeto y consideración.
No conocemos a nuestros vecinos y a veces desconfiamos de que puedan ser narcos. Los policías nos infunden temor. Nos negamos a prestarle auxilio a un desconocido. Utilizamos la violencia contra niños, mujeres y ancianos sin respeto ni medida.
En suma, nos hemos extraviado; y los que conocemos el camino de regreso parecería que no queremos volver.