(Primera parte)
La crisis y el sentido del trabajo.
Si en alguna fiesta hemos comido en exceso, nuestro estómago protestará, doliéndonos. Y un fuerte dolor de muelas suele ser la señal de que hemos sido excesivamente descuidados con nuestra dentadura. Sabiamente, para educarnos, Dios ha dispuesto las cosas así: de modo que, si abusamos de algo, ello nos duela. Ese dolor es una advertencia de Dios, un llamado a recapacitar. Es lo que sucede con el trabajo en tiempos de crisis: empieza a dolernos. Porque bajan los sueldos y amenaza la cesantía. La vida familiar se vuelve insegura, angustiosa. Y nos preguntamos: ¿por qué todo esto? Es una voz de Dios que nos llama a reconocer que hemos estado abusando del trabajo. En efecto, la moderna mentalidad economista ha desfigurado su sentido original: el capitalismo lo ha convertido en simple mercadería; el marxismo, en un ídolo. Las crisis económicas invitan a replantearse su significado humano y de fe. Pues el trabajo es la base de la economía. Y pilar del hogar.
Desde el punto de vista de la fe, trabajar es una forma de amar. Pues amar no significa tan sólo mirarse a los ojos: también supone hacer cosas por quienes amamos. El mismo Dios nos dio el ejemplo: por amor a nosotros creó el mundo, como hogar para la familia humana. La Biblia nos relata la creación como realizada en una semana de trabajo. Si Dios nos probó su amor así, lo mismo vale para nosotros, que fuimos hechos a su imagen y semejanza. Nuestro amor a Él y al prójimo también debemos expresarlo trabajando: haciendo las cosas que Él nos pide y las que los demás necesitan. Por lo tanto, el amor pasa a través del trabajo. Sólo quien haya descubierto esto, podrá amar a lo largo de todo el día, cuya mayor parte la pasamos trabajando. De otro modo, nuestro amor se reducirá a muy pocas horas en la semana, y se volverá débil y anémico.
La dignidad cristiana del trabajo. El trabajo no es una especie de impuesto que hay que pagar para disponer de lo necesario para ser felices. Ni tampoco es un castigo del pecado. Es algo que nos asemeja a Dios, una vocación y un mandato que Él nos dio en el Paraíso: donde puso al hombre para que lo “cultivara”, ordenándole “someter” la tierra con su trabajo. Como consecuencia del pecado, el trabajo quedó marcado por el dolor, al igual que la vida de familia, pero no perdió su dignidad de constituir una expresión de amor.
En primer lugar, el trabajo es un signo de amor de parte de Dios a nosotros. Él podría haber hecho el mundo ya terminado: con sus casas construidas, con las calles pavimentadas, y con los niños ya criados y educados. Pero no quiso “ahorrarnos” el deber de trabajar: porque con ello habría menoscabado nuestra dignidad. Habría significado que no confiaba en nosotros, y que preferiría hacerlo todo solo, de modo paternalista, sin nuestra ayuda. Por eso prefirió pedirnos que fuésemos sus colaboradores en la tarea de “terminar” la creación. Ése es el sentido de nuestra vocación al trabajo. Es un signo de que Dios confía en nosotros, en las capacidades que Él mismo nos dio. Y también, de que no estamos en el mundo como visitas o como esclavos, sino como hijos y señores que tiene derecho a hacer transformaciones en su propio hogar.
En segundo lugar, el trabajo es signo de nuestro propio amor agradecido a Dios. Por habernos hecho semejantes a Él y habernos dado -como a hijos suyos- la capacidad y el derecho de dominar la tierra. Esa gratitud se la expresamos trabajando lo más responsablemente posible. No porque el sueldo sea bueno o porque el jefe nos esté mirando, sino ante nada por Él: para desplegar toda su creatividad y riqueza interior que Él nos ha regalado, ayudándolo a que el mundo sea cada día más lo que Él quiere. Para ello le rezamos, pidiéndole su fuerza en la mañana o cuando llega el cansancio. Y por la noche le ofrecemos lo realizado. Así todo lo hacemos con Él y para Él.
También mediante el trabajo expresamos nuestro amor a los hombres, sobre todo a la propia familia. De hecho, el hogar –todo lo que hay en él y el ambiente que allí se respira- es fruto de nuestro trabajo. Pero éste debe ser igualmente expresión de solidaridad para con todas las demás personas con las cuales nos pone en contacto (compañeros, clientes, proveedores, etc.), a las cuales nos permite servir y demostrar amistad y fraternidad. Trabajar es así mismo amar a la patria.
En lo anterior -en su condición de colaboración con Dios y de servicio de amor- reside la dignidad religiosa de todo trabajo. Ésta no depende del monto del sueldo. Es el hombre el que dignifica lo que hace y no a la inversa. De él depende ejercer indignamente los oficios más prestigiados, o volver dignos -como expresión de su amor- las tareas más humildes y la rutina diaria de los quehaceres domésticos.
Agradecemos, como siempre, a quienes hacen posible estas publicaciones y sobre todo a usted amable lector, quien con su realimentación constante hacen que este proyecto contribuya a fortalecer nuestras familias y sus valores. El próximo tema a tratar será El Amor y el Trabajo (segunda parte). Esperamos seguir contando con sus comentarios sobre los temas aquí expuestos en su columna Familia Sirviendo a la Vida, así como sus comentarios siempre bienvenidos en la dirección electrónica pmger@hotmail.com, pmger@latinmail.com y pmger@todito.com. Quienes deseen consultar temas pasados los pueden encontrar en la página electrónica www.elsiglodetorreon.com.mx, Sección Nosotros. Gracias por su atención.
“Quien no vive para servir, no sirve para vivir”.