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FAMILIA SIRVIENDO A LA VIDA| La familia y el dolor

(Primera Parte)

La familia y el dolor

La experiencia del dolor y la familia. Sin duda, la experiencia humana y más desconcertante de todas es la del dolor. Porque nos golpea como una fuerza destructora de todo aquello que da sentido a nuestra existencia: de la felicidad, del amor, de la misma vida. El dolor desmorona sueños, remece convicciones, despierta dudas. También en el plano religioso: pues nos cuesta conciliar su existencia con la de un Dios con rostro de Padre bueno. La familia, lugar de nuestras más decisivas experiencias de amor, es también el principal escenario de nuestro encuentro con el dolor. En ella vivimos esos primeros dolores, miedos, castigos e injusticias que difícilmente olvidaremos. Y también en ella hemos sufrido o sufriremos los más grandes: como la muerte y enfermedades de los seres más queridos, o el rechazo y la ingratitud de aquéllos a quienes regalamos más amor y confianza.

Mas aún: en la familia es donde se plasma en mayor medida nuestra actitud ante el dolor. En ello influye, en primer lugar el ejemplo y la actitud de los propios padres. El haberlos visto a ellos mismos angustiados, temerosos, indecisos, puede haber dejado huellas hondas en nosotros. Como también, el haberlos sentido fuertes y serenos frente a la adversidad, apoyados en su confianza en Dios y en convicciones y certezas que no estaban dispuestos a transar. Tales experiencias pueden habernos marcado con cierta tendencia hacia el pesimismo o hacia la esperanza, a verlo todo negro o a confiar en que el amor y el bien terminará a la postre venciendo el mal. Todo eso dificultó o favoreció asimismo nuestra visión de fe del dolor. En nuestra familia actual es también ésta una de nuestras principales tareas como esposos: ayudarnos a seguir madurando en la capacidad de enfrentar el dolor.

El dolor y la fe.

Sin la fe, el problema del dolor y del mal no tienen respuesta: pues al final, la muerte termina engulléndoselo todo, las personas y la misma humanidad (cuando nuestro planeta o nuestra galaxia se hayan helado). Jesucristo es el único que ilumina ese misterio. Cuando nos habla del grano de trigo, que muere para que surja la espiga, nos da una primera pista: mostrándonos que ciertos procesos destructivos pueden estar al servicio de la vida. (Así sucede también con el árbol, que no podría florecer si su corteza no se rasgara para abrir paso a la primavera).

Mucho más claro es el ejemplo del viñador, que poda su viña para que dé más fruto. Podar no es mutilar. Es un signo de amor a la viña: ayudar a que la savia, en lugar de generar hojas inútiles, se canalice hacia los sarmientos donde podrá volverse racimo abundante. Jesús nos da a entender que así actúa su Padre con nosotros. Los dolores que nos envía son “podas”. Destruyen proyectos y esperanzas que no estaban en su plan, para que podamos producir esos racimos más hermosos que Él espera de nosotros. Nunca nos inflinge Dios un dolor si no es en atención a un bien mayor. También nosotros practicamos esta “ley de la poda”: cuando prohibimos a un hijo ir a un paseo para que pueda preparar el examen que le salvará el año. O cuando voluntariamente renunciamos a muchos gastos agradables, ahorrando para la casa futura.

Pero, si duda, el argumento definitivo que nos ofrece Jesús para convencernos de que Dios permite el mal para sacar bien de él, es el de su propia muerte. Ningún dolor o injusticia que nosotros hayamos sufrido puede compararse con la tragedia del Calvario: ¡Consistió nada menos que en el asesinato de Dios, en un “deicidio”! ¡Fue un crimen mayor que el de todas las guerras y las torturas de la historia acumuladas! Sin embargo, la sabiduría y el poder del Padre fueron capaces de convertir ese hecho monstruoso en camino de amor y fuente de los más asombrosos bienes: redención, resurrección, vida eterna, y una esperanza más fuerte que la misma muerte. Después de eso no tenemos derecho a dudar de que Dios también es capaz de sacar bien de cualquiera de nuestros problemas y sufrimientos. ¿O pensamos que nuestro drama es mayor que el del Calvario y superior al poder de Dios?

Los brazos abiertos de Cristo en la cruz fueron también el signo de que el Padre nos perdonaba: de que Él está esperando lleno de amor a todos los hijos pródigos que abandonaron su casa, para acogerlos con renovada ternura. Perdonar es la forma suprema que tiene Dios de vencer el mal con el bien. Pues así vence al pecado, que en cuanto rechazo voluntario del bien y del amor, es el peor de los males. Dios lo vence colmando de inesperada misericordia y ternura al pecador, hasta que logra derretir su hielo con la fuerza e insistencia de su amor.

Agradecemos como siempre a quienes hacen posible estas publicaciones y sobre todo a usted amable lector quien con su realimentación constante hacen que este proyecto contribuya a fortalecer nuestras familias y sus valores. El próximo tema a tratar será La Familia y el Dolor (Segunda Parte). Esperamos seguir contando con sus comentarios sobre los temas aquí expuestos en su columna Familia Sirviendo a la Vida así como sus comentarios siempre bienvenidos en la dirección electrónica pmger@hotmail.com, pmger@latinmail.com y pmger@todito.com Quienes desean consultar temas pasados los pueden encontrar en la página electrónica www.elsiglodetorreon.com.mx, Sección Nosotros. Gracias por su atención.

“Quien no vive para servir, no sirve para vivir”.

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