La difícil tarea de ser padres.
Los hijos son el regalo más hermoso de la fecundidad del amor matrimonial. Son fuentes de innumerables alegrías y de sorprendentes fuerzas: por ellos los padres son capaces de soportar cualquier cosa y de luchar incansablemente. Pero también son causa de permanentes preocupaciones. El nacimiento de cada uno es ocasión de gran ansiedad y plantea un nuevo desafío económico. Luego vienen las primeras enfermedades, los golpes y accidentes, siempre graves en los niños pequeños. Después, en la etapa escolar, la atención se desplaza del cuidado físico hacia los problemas del desafío de su personalidad, de su carácter y capacidades. A partir de la adolescencia, junto a la tranquilidad de constatar de que el hijo ya va siendo capaz de valerse por sí mismo, comienza la época de las rebeldías y de la independencia, y todo se complica. Los padres constatan que su hijo pertenece a una generación con una sensibilidad muy diferente. Ya no saben cómo abordarlo e influir en él. Temen que use mal su libertad y siga caminos equivocados.
En ese instante los padres se dan cuenta de que ya no saben cómo ejercer adecuadamente su autoridad: si mandar y obligar, o si tener paciencia; si castigar y poner “mano dura, o si mostrarse más comprensivos. De golpe comprenden que su tarea se ha vuelto mucho más pesada: porque junto con crecer los hijos, han crecido también los problemas que ellos plantean. Surge la necesidad de tomar más en serio su modo de pensar y sentir, en los que reflejan las esperanzas y problemas de toda generación. Pero también surge la pregunta por el sentido de la autoridad. De la propia y de toda otra autoridad. Pues se descubre que en todos los demás niveles –tanto en el mundo como en la Iglesia- ella también está en crisis.
El verdadero sentido de la autoridad.
Tener autoridad sobre alguien significa, sin duda, tener poder sobre esa persona. La pregunta es qué tipo de poder. Si hiciéramos una encuesta pública, la inmensa mayoría respondería diciendo: poder para “mandar”. Es lo que les dice la propia existencia: lo que ven en su casa, en el trabajo, a nivel publico, etc. Ello permite comprender el temor o rechazo de la palabra “autoridad” inspira: porque a nadie le gusta que le coarten la propia libertad. La autoridad aparece así como una amenaza para la libertad. Lo cual se agrava al constatar la forma abusiva en que generalmente se ejerce. Las grandes injusticias sociales, incluso las guerras, son consecuencias del abuso de poder. De allí que el hombre moderno piense normalmente: mientras menos autoridad, tanto mejor. Es el deseo del capitalismo liberal. Y también el sueño marxista: después de la dictadura inicial, una sociedad sin autoridad.
Sin embargo, los cristianos creemos en un Dios todopoderoso. Y nos alegramos de que posea ese poder infinito: porque así puede usarlo para ayudarnos y salvarnos. El poder, por lo tanto, no es malo en sí mismo. El problema es para qué se usa. A través de Cristo, Dios quiso revelarnos el verdadero sentido del poder. Como el Buen Pastor, Él se nos presenta como modelo de toda autoridad, tanto civil como religiosa (ése era en la Biblia el sentido del “pastor”). Y se nos muestra usando el poder recibido de su Padre como un poder de amor: para dar vida y servir a los suyos, protegiéndolos, liberándolos y ayudándolos a crecer, aún a costa de la entrega de sí mismos. Es decir, Jesús aparece como la antítesis de la autoridad opresora. En Él resplandece lo que toda “autoridad” debería llegar a ser, lo que la misma palabra significa: pues “autoridad” viene de “autor”, y “autor” es el que tiene poder para “hacer crecer”, el que es capaz de ser fuente de vida y de crecimiento para otros. Para eso usa Dios todo su poder. Y para eso quiere también que usen los poderes la autoridad que Él les ha dado ante sus hijos.
La autoridad, su fin y sus medios.
Los padres, por lo tanto, son verdadera autoridad para sus hijos no en la medida en que los “mandan” sino en la medida en que son sus “autores”: por haberles dado la vida y, luego, porque les ayudan a crecer, física y moralmente. Lo más difícil es esto último: ayudarlos a desarrollarse como personas. El centro de la persona es su libertad. Ayudar a crecer a un hijo significa enseñarle a usar su libertad: capacitarlo para tomar decisiones por sí mismo, y mostrarle por qué valores vale la pena decidirse. Por lo mismo, la verdadera autoridad está justamente al servicio de la libertad: para apoyarla, estimularla y protegerla a lo largo de su proceso de maduración. Nada más contrario al sentido de la autoridad que el uso de su poder para oprimir. Es un pecado que la Biblia condena con inusitada fuerza.
Los padres, por lo tanto, en el ejercicio de su autoridad deben preferir siempre aquellos medios que de mejor manera cumplen la finalidad de ayudar a madurar la libertad de sus hijos. Entre éstos están: el ejemplo, que muestra a los hijos lo que ellos mismos deberían hacer; el diálogo que, en un clima de amor y confianza, sabe insinuar y aconsejar, indicando una dirección, pero dejando campo a la libre decisión; el estímulo (la felicitación, el premio) cuando el hijo por sí mismo ha hecho algo meritorio; el mostrar ideales que atraigan la libertad, como metas dignas de luchar por ellas, etc. Todos estos medios favorecen positivamente el desarrollo de la libertad. Pero la libertad –mientras crece- también necesita ser protegida. Por eso los padres tienen “también” el derecho a dar órdenes; pero siempre con la intención de ayudar a crecer: para evitar un daño o para corregir un defecto. Nunca para desahogar el propio mal genio. En todo caso, el ideal es que haya el mínimo de órdenes. Pues son armas de doble filo: pueden cortar la relación de confianza con el hijo y causar así un daño mayor que el otro que querían impedir. La mejor familia es aquélla donde se necesita mandar menos: porque el buen uso del primer tipo de medios señalados lo ha vuelto innecesario.
La actitud de la autoridad educadora.
Lo primero que se exige de los padres cristianos frente a sus hijos es respeto. Ellos no son propiedad suya. La vida que poseen viene de Dios. Es Él quien ha señalado la meta hacia la cual cada hijo debe crecer. Cada uno es como una “semilla” original que los padres, como colaboradores de Dios, deben ayudar a desarrollarse según las cualidades y el modo de ser que Él le dio, el que no siempre coincide con lo que ellos hubieran deseado. Un buen jardinero nunca pensaría en forzar a un peral para que dé sandías. Lo mismo vale para los padres. No pueden imponerle los propios proyectos a los hijos. Ni tampoco pretender tratarlos a todos según un mismo esquema.
En segundo lugar, hay que tener presente que están para ayudar al hijo y no a la inversa. Su labor de padres apunta a que el hijo descubra su propio camino y termine alejándose de su lado. Mientras crece lo tiene como “prestado” por Dios. Pero un día partirá y deberán dejarlo ir con generosidad, sin dificultarle los pasos que preparan esa partida: la decisión de casarse o de entregarse a Dios.
En tercer lugar, deben ser humildes y saber reconocer cuando ellos mismos se han equivocado. Lejos de desautorizarlos, esto los enaltece ante sus hijos y aumenta su credibilidad: porque muestra que la norma por la cual se rigen es la verdad y no la búsqueda de apariencias y falso prestigio. Así les dan también un ejemplo de la actitud que ellos mismos deben asumir cuando por justa razón sean corregidos, y les permiten descubrir que corregir los propios errores es signo de madurez.
Pero, sobre todo, para que su labor educadora sea fecunda, los padres deben recordar que ambos constituyen ante sus hijos una única autoridad. Ello les exige actuar de común acuerdo: para no destruir lo que ha hecho el otro, para no descalificarse mutuamente, y para no crearle una dañina sensación de inseguridad a los hijos, que esperan de ellos una orientación clara y definida. Esto supone entre los padres un diálogo continuo acerca de sus hijos y los problemas de cada uno. A través de dicho diálogo, revisan también su propia actitud de educadores, pidiéndole a Dios su fuerza y su luz. Y complementan sus distintas perspectivas –de padre y de madre- para que los hijos reciban la debida proporción de cariño masculino y femenino que necesitan para crecer sanos.
CUESTIONARIO (para contestarse en pareja)
¿Cuáles han sido las principales alegrías y problemas que nos han dado nuestros hijos? ¿Hemos sentido ante ellos lo difícil que es ser autoridad?
¿En qué he experimentado yo la crisis y los abusos de la autoridad? ¿Qué es lo que más me llama la atención de la forma en que Cristo ejerció su autoridad?
¿Qué relación debe haber entre autoridad y libertad? ¿Cuáles son los principales medios para ejercer la autoridad? ¿Por qué? ¿Y cuáles son los que yo empleo más, o menos?
¿Cuáles de las señaladas actitudes de la autoridad educadora me cuestan más? ¿Dialogamos a menudo sobre la educación de nuestros hijos? ¿Rezamos juntos por ellos?
Reiteramos nuestro agradecimiento a quienes hacen posible estas publicaciones y sobre todo a usted amable lector quien hace que este proyecto contribuya a fortalecer nuestras familias y sus valores.
El próximo tema a tratar será Paternidad y Maternidad: La mutua complementación. Esperamos sus comentarios sobre los temas aquí expuestos, enviamos en esta ocasión un saludo a quienes nos han contactado de las colonias Los Ángeles, Ampliación Los Ángeles, El Fresno, Torreón Jardín y Campestre La Rosita y sobre todo a ustedes señoras, y ustedes los grupos de matrimonios con quienes nos hemos reunido y escuchado sus comentarios valiosos, compartiendo sus propias experiencias, por ello muchas gracias por su confianza, han sido éstas muy valiosas al escribir estos temas, esperamos seguir recibiéndolos en su columna Familia Sirviendo a la Vida así como sus comentarios siempre bienvenidos en la dirección electrónica: pmger@hotmail.com y pmgerxxi@yahoo.com.
Quienes desean consultar temas pasados los pueden encontrar en la página de El Siglo de Torreón, Sección Nosotros. Gracias por su atención.
“Quien no vive para servir, no sirve para vivir”.