Cualquier asesinato con premeditación, alevosía y ventaja es en sí mismo delito aborrecible, primeramente por el hecho de la privación de una vida humana y la injusticia implícita que eso conlleva, pero además por la desproporción con la que actúa el asesino respecto de la víctima al contar con esas ventajas en su acción homicida.
Si a esa circunstancia le agregamos el hecho que la muerte violenta sea perpetrada en contra de una mujer, o más aún, en contra de una serie de mujeres, la gravedad implícita parece tornarse cada vez peor y si a todo ello le aderezamos el hecho de que el o los asesinos sigan actuando impunemente, bien pudiéramos concluir que ese homicidio múltiple adquiere visos de crimen de lesa humanidad.
Por ello es que resultan a todas luces lógicas las protestas que desde muy diversas partes, se han venido haciendo desde hace meses, exigiéndoles a las autoridades municipales de Ciudad Juárez, a las estatales de Chihuahua y a las federales, el esclarecimiento de tantos y tantos crímenes sucedidos en aquella ciudad fronteriza, donde las víctimas siempre han sido mujeres: generalmente jóvenes, generalmente solas, muchas de las cuales migrantes desde otras latitudes hacia Ciudad Juárez, en búsqueda de oportunidades de desarrollo mejores que las que tenían en las poblaciones de procedencia.
Las autoridades policíacas de los tres niveles de Gobierno se han mostrado ineficientes para detener ese feminicidio chihuahuense, por lo que el Gobierno Federal inclusive ha creado figuras especiales con vistas a tratar de desenredar esa maraña que tiene ya implicaciones internacionales por la participación en su denuncia y exigencia de esclarecimiento, de muchas organizaciones mundiales de defensa de los derechos humanos.
En el Distrito Federal se está dando desde tres años otro serial de asesinatos de mujeres, que sin embargo no han suscitado políticamente las mismas reacciones que los aberrantes homicidios de Ciudad Juárez.
En el caso capitalino, se puede decir que la aberración o la injusticia es si cabe, aún mayor, dado que los más de 40 homicidios consignados, son de damas cuando menos sexagenarias, a las cuales se les roban sus muchas o pocas pertenencias y después se les asesina impunemente dentro de su propio hogar.
Con su habilidad característica para esquivar problemas reales las autoridades capitalinas han mostrado rotundamente su incapacidad para dilucidar este terrible problema de inseguridad.
La suegra de un querido amigo fue una de esas señoras de la tercera edad que murieron dentro de su propia casa víctima de ese quizá asesino serial; de ello hace ya tres años, largo tiempo en el cual la autoridad correspondiente (que no responsable, porque ya se ve que no responde) no ha podido resolver absolutamente nada al respecto, mientras el asesino sigue haciendo de las suyas.
Sólo que ahí las llamadas ONGs izquierdistas promotoras de la defensa de ciertos derechos humanos no hacen el ruido que merecieran estos asesinatos incalificables perpetrados contra mujeres de la tercera edad.
LA IMPORTANCIA
DEL LENGUAJE
Se dice que cuando Antonio de Nebrija presentó ante Isabel la Católica su Gramática castellana en 1492, encontró en la soberana un cierto escepticismo que se manifestó con la pregunta: ¿Y esto para qué nos va a servir?, a lo que el compilador de la primera gramática en Europa acertó a contestar simplemente: ¡Para construir un imperio! La construcción de imperios ha ido siempre de la mano con la construcción de ese código comunicacional básico que es el lenguaje bien estructurado y con reglas claramente establecidas, para que los significados de las palabras se conviertan en certezas en el modo de comunicarse entre personas. El lenguaje es sin duda un producto social derivado de convencionalismos basados en ese acuerdo primeramente tácito pero posteriormente también expreso y especificado en reglas especificadas por organismos como las Academias de la Lengua.
Las palabras gozan también de códigos específicos para la utilización de algunas de ellas con determinados fines concretos como por ejemplo las llamadas malas palabras: groserías, blasfemias o vulgaridades cuyas funciones pueden ser: agredir, ofender, insultar, crear un daño o molestia moral a aquel a quien se lanza dicho epíteto; llamar la atención con el exabrupto, o el uso rotundo que se le dé a ciertas palabras, o también como es notorio en nuestro tiempo: demostrar la pobreza verbal de un individuo al tener que recurrir constantemente a esta clase de vocablos a falta de conocer otros más precisos al fin que propugna.
Un gran problema de nuestro tiempo es que al decrecer en los niños y jóvenes la afición por la lectura de los clásicos, el vocabulario con el que se manejan en su vida de relación social tiende a ser paupérrimo. Hay estudios que refieren que un joven contemporáneo puede manejarse con un léxico no superior a 400 palabras, en razón a conocer más o menos esa cantidad de vocablos que son generalmente los que se manejan en esos medios a los que él acude principalmente en su proceso de socialización e instrucción: libros de texto, comentarios de radio, programas de TV y artículos en revistas y periódicos no necesariamente de información general que son los que habitualmente consume.
Otro gran problema actual es el de la manipulación semántica pretendiendo otorgar a las palabras un significado equívoco para fines ideológicos como lo que está sucediendo por ejemplo con el caso de la palabra matrimonio.
De la mano de legalizaciones como la que pretende imponer el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en España a la unión estable de dos homosexuales, se ha pretendido legitimar la palabra matrimonio refiriéndola a ese tipo de unión legalizada; sólo que al empezar a darle sentidos equívocos a las palabras podremos estar construyendo una nueva Torre de Babel en la que todos hablemos pero cada uno entendamos los significados objetivos de las palabras de manera personalizada, con lo que el sentido de la lengua como vínculo de intercomunicación acabe perdiéndose paulatinamente.