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Fin de sexenio/Sobreaviso

René Delgado

Como quien no quiere la cosa, algún foxista caritativo debería comentar al jefe del Ejecutivo que -hasta donde se sabe- todo sexenio tiene seis años y que él ha consumido cuatro años y medio del suyo. Vamos, que el final ya comenzó. Vale el comentario porque, en vez de preparar la salida del Gobierno y asegurar el proceso electoral 2006, el mandatario está en campaña quién sabe para qué, y de esa mística ha impregnado al gabinete. Desde hace meses, Santiago Creel dejó la operación política para dedicarse a su campaña desde Gobernación; Alberto Cárdenas todavía no asume la Secretaría del Medio Ambiente pero ya se va de campaña; Luis Ernesto Derbez no sabe cómo desembarazarse de la campaña que lo hundió; y, ahora, Josefina Vázquez Mota está en campaña para ocupar Gobernación... Hasta el secretario de Agricultura, Javier Usabiaga, está en campaña pero por la candidatura panista a Guanajuato. Si el desvío de recursos oficiales para fines proselitistas de autopromoción se contabilizara cuando se practica desde la responsabilidad de la función pública, quién sabe cómo les iría a esos secretarios de Estado.

Lo evidente es que todo es campaña y muy poco es Gobierno. Incluso no está claro si Rubén Aguilar es el portavoz presidencial o si Vicente Fox es el portavoz del vocero. Tal es la desmesura.

*** Desde la elección intermedia de 2003, esto es, aun antes de que el propio sexenio llegara a la mitad del camino, el Gobierno firmó su acta de rendición. En la lógica foxista, si no se quitaba el freno al cambio -por la vía de obtener una clara mayoría parlamentaria-, no había más que hacer. Vino el revés electoral y, sin imaginación, coordinación ni operación política, se actuó en consecuencia: el mandatario emprendió su fuga. En vez de ampliar el margen de maniobra del Gobierno, precipitó su propia sucesión y concentró su actuación en tres áreas: influir en su partido tanto en la renovación de la dirigencia como en la nominación del candidato; emprender una campaña en contra de los adversarios que pudieran disputar la Presidencia y controlar, hasta donde fuera posible, los escándalos que generaba a veces sin querer y a veces adrede el propio Gobierno.

El último esfuerzo por hacer algo ocurrió en diciembre de 2003. El Gobierno rebasó los límites de una posible alianza con la corriente priista que encabezaba Elba Esther Gordillo, se entrometió en los asuntos internos del principal partido opositor y, obviamente, el grupo hegemónico Tricolor reventó la posibilidad de sacar adelante la reforma fiscal.

Después de eso, el Gobierno bajó los brazos, encogió los hombros y dejó de operar como tal. Todo fue una sucesión de escándalos y desatinos. El año pasado fue una sucesión de escándalos y problemas. El escándalo del embajador Dormimundo, el de la Fundación Vamos México, el derivado del protagonismo y la ambición política de la primera dama, el de la virtual ruptura de relaciones con Cuba, el de la descalificación de Felipe Calderón como secretario de Energía, el de la renuncia de su secretario particular. Y, aparte de los escándalos, estuvo la sucesión de problemas frente a los cuales el ejercicio del poder fue el ejercicio del no poder: la inseguridad pública, el desgobierno de los penales de alta seguridad, el del enfrentamiento entre los cárteles del narco, el informe de Gobierno, el del linchamiento en Tláhuac, el del presupuesto... Producto o no de la intención de evitar que la atención se concentrara en los escándalos y desatinos del propio Gobierno, se cayó en la tentación de construir otros problemas y, a la vez, restarle fuerza a la proyección de López Obrador.

En marzo del año pasado, se le dio cuerda al videoescándalo y la corrupción perredista y, a partir de mayo, todo el empeño se puso en la intentona de eliminar al jefe del Gobierno capitalino de la competencia electoral. La aventura, como ahora se ve, terminó por hundir al Gobierno en el peor ridículo y en una soledad política de la que aún hoy hay inconciencia en Los Pinos. La frivolidad, la popularidad y el desatino político comenzaron a gobernar la actuación de la administración foxista.

*** Sin estrategia, rumbo ni destino, el año pasado fue un año perdido. En medio de los escándalos se entreveraban los pleitos y entre éstos los errores y, así, se fue 2004 abarcando parte de este mismo año. Y, ahora, el mandatario parece dispuesto a ejercer la sabia virtud de perder el tiempo pero ni ese ejercicio se está logrando administrar.

Un día, el mandatario declara que por ningún motivo intervendrá en el proceso electoral del año entrante y, al siguiente fin de semana, arenga a su partido garantizándole que tiene escriturado el triunfo. Otro día ve cómo el calendario electoral del partido le fija los tiempos al Gobierno para llevar a cabo el necesario ajuste del equipo que integra el gabinete. Otro día entra de lleno a hacer campaña contra el populismo pretendiendo, de ese modo, descalificar al perredista Andrés Manuel López Obrador pero, en boca del jefe del Ejecutivo, criticar el populismo es tanto como pegarse un tiro en los pies.

Si algo marca al Gobierno es, valga la expresión, el populismo improductivo. Un populismo que, por un lado, hace de la ocurrencia, la gracejada o el desatino la forma de asegurar la simpatía política, pero que no tiene propuesta política o económica alguna, por absurda que ésta sea.

La política económica del Gobierno ha tenido un carácter estrictamente inercial y esa fuerza -la inercial- está perdiendo impulso. Cae la productividad, la calidad, la competitividad y, aun así, el mandatario sostiene un discurso que se deshoja. Sin resultados y sin proyecto, censurar cualquier otra alternativa económica es un suicidio político. Así, la campaña contra el populismo queda como un acto de escapismo que, por lo demás, vulnera cualquier posibilidad de lograr acuerdos mínimos para garantizar la estabilidad política y económica deseable al final de un sexenio.

*** Lo grave de esa campaña presidencial es que se continúan rompiendo puentes de entendimiento con el perredismo y el priismo. Eso es grave, pero todavía más grave es que esa campaña también está rompiendo puentes con quien resulte ser el candidato panista a la Presidencia de la República. Esa campaña dejará en la absoluta soledad al mandatario, justo en el momento en que requerirá de cierto cobijo político.

Ante la sobreactuación presidencial, ante el discurso sin resultados ni proyecto, ante el constante asedio a los otros adversarios políticos y ante la recurrente necesidad presidencial de respaldar a la primera dama, quienquiera que resulte el candidato presidencial de Acción Nacional tendrá, aun antes del momento de su postulación, que deslindarse y romper con la pareja presidencial.

El menor síntoma de continuismo por parte de los precandidatos panistas pronosticará su derrota y, entonces, quien en verdad pretenda abanderar a la fuerza albiazul se verá obligado a pintar su raya frente al modo de hacer -o deshacer, según se quiera ver- política por parte del jefe del Ejecutivo.

En Los Pinos no se está viendo eso. Que el protagonismo y la campaña presidencial terminarán por impactar, en vez de ayudar, al candidato albiazul, y tal inconciencia dejará sin ningún apoyo al jefe del Ejecutivo.

*** Por eso, algún foxista caritativo debería comentar al mandatario que el final del sexenio ya comenzó y que, en vez de conducirse como candidato a ningún concurso, el jefe del Ejecutivo debería guardarse y diseñar la estrategia para, por un lado, garantizar hasta donde sea posible su propia salida del Gobierno y, por el otro, garantizar el marco de estabilidad política y económica que exigirá la competencia electoral del año entrante.

Mantenerse en el centro de una contienda electoral que ya no le pertenece y en la cual no compite, le provocará al mandatario mayores dolores de cabeza. Los candidatos de la oposición tendrán que radicalizar su propio discurso concentrando parte de él, no en el futuro inasible que deja el actual Gobierno, sino incluso en el presente donde también incide el mandatario.

Y el candidato del propio partido del mandatario se verá obligado a romper con Vicente Fox casi al momento de su postulación si, en verdad, quiere hacer una propuesta distinta. Alguien debería comentarle al mandatario que todo sexenio tiene seis años, que él ha consumido cuatro y medio del suyo y que, por lo mismo, en vez de perder el tiempo en una campaña sin sentido, lo conveniente sería reconstruir algunos de los puentes rotos para evitar que el próximo sexenio también se pierda.

Si se deja crecer la idea de que el calendario no ha tirado una sola hoja desde el primero de diciembre de 2000 hasta la fecha, el presidente de la República perderá la oportunidad de construir su propia salida que ya de por sí se ve complicada y, a la vez, profundizará la soledad y la ausencia política que, desde hace tiempo, habita Los Pinos. El escapismo, se sabe, es un juego de ilusiones.

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