Aunque el atentado contra la AMIA, la asociación mutualista judía en la Argentina ocurrió hace ya once años y medio, es un caso vivo no sólo por la impunidad que ha favorecido a quienes asesinaron de un bombazo a 85 personas, sino porque casi todos que de un modo o de otro han estado vinculados al proceso, son protagonistas de la historia argentina de nuestros días.
Por ejemplo, acaba de convertirse en ministra de Defensa la abogada Nina Garré, hasta noviembre embajadora del presidente Kirchner en Venezuela: ella coordinó la unidad especial de investigación del poder ejecutivo sobre ese caso, hasta que en 2001 fue despedida por el ministro de Justicia, Jorge de la Rúa, porque según publicó hace un mes exacto el diario Página 12, “daba crédito a la pista siria y a un testigo iraní que involucraba seriamente a Menem en el encubrimiento del ataque”.
Corresponde también a la “más rabiosa actualidad”, como antaño se decía, la suerte que el destino depare a los protagonistas del juicio más prolongado, y concluido en fracaso -porque nadie sufre condena alguna-, relacionado con ese ataque, muestra extrema del antisemitismo de que están enfermos algunos bien localizados sectores de la sociedad argentina. Quienes hayan sido los autores del atentado, y cualesquiera que fueran sus móviles, contaron para lograr sus fines con una disposición antijudía latente en segmentos de los cuerpos policiacos y militares. Y también en tendencias de la Iglesia Católica.
Por ejemplo, en 1986 el sacerdote, Antonio Basseotto, emitió esta sarta de lugares comunes, insostenibles como apreciaciones generales, en un mensaje televisado en Santiago del Estero: la mayor parte de la comunidad hebrea en Argentina, dijo, “se dedica con mucha habilidad y muchísimas veces con muy pocos principios morales a grandes negocios. No le importa con qué medio se enriquece. Y si la pornografía es buen negocio, vende pornografía. Y si la droga es buen negocio, vende droga, y si para ganar más conviene chantajear, va a chantajear. Y si para ganar más tiene que hundir a la competencia por cualquier medio, lo va a hacer”. También deploró que “los medios para fomentar la cultura estén en manos de los hebreos”.
Con ese criterio, ese sacerdote se dirigía a los católicos al cierre de las emisiones del canal siete de Santiago. Tenía crédito entre sus oyentes y entre sus superiores. A tal punto, que en 1991 fue hecho obispo (de Añatuya) y hace cuatro años el Vaticano lo hizo obispo castrense, asistente espiritual de las Fuerzas Armadas. En febrero pasado, sin embargo, el Gobierno pidió a la Santa Sede su reemplazo porque con su misma flojedad de lengua opinó que el ministro de Salud, Ginés González García, debía ser echado al mar (una forma de ultimar vidas empleada por militares durante la guerra sucia) por que es partidario de despenalizar parcialmente el aborto y de la distribución de condones entre la juventud.
Pero no nos desviemos de nuestro propósito, que consiste en ilustrar con las biografías del comisario policiaco, Juan José Ribelli y el juez, su tocayo, Juan José Galeano, algunos males de la persecución del delito y la administración de justicia en Argentina. Ribelli parece encarnar al policía corrupto, enriquecido por ser capaz de cualquier cosa. Galeano podría ser la personificación del juez de consigna que sube y baja según la marea política.
A los 40 años de edad y 22 de carrera, Ribelli era un hombre acaudalado, con dinero procedente de la extorsión sistematizada y de la venta de protección, practicadas como miembro de la Policía bonaerense, dependiente del Gobierno provincial de Buenos Aires. No paradójica sino comprensiblemente tenía allí una brillante hoja de servicios. Cuando la justicia lo llamó a cuentas por la justicia fue, según su propia opinión, por el único delito que no había cometido. Acumuló una gran fortuna, en numerario y en bienes inmuebles. En su natal Lobos, antes de caer preso en 1996 acusado de participar en el atentado contra la AMIA, proceso que superó en 2004, hacía construir allí “un chalet con sótano, un living grande, cochera, cuatro habitaciones, tres baños, altillo, play-room, calderas, losa radiante, lavavajillas, trituradora de basura, sistema centralizado de seguridad con videocámaras y portones de accionamiento remoto”. Pagaba las obras con “billetes de cien dólares, bien planchaditos según los albañiles. Nunca pidió un presupuesto. Simplemente decía qué quería y pagaba sin preguntar” (Roberto Caballero, AMIA. La verdad imposible).
Galeano, por su parte, entró a la justicia federal por favoritismo. Su tía Dorita fue secretaria del presidente, Arturo Frondizi, quien cuarenta años después de su deposición pidió a Menem ese nombramiento. A la hora de satisfacerlo, él, presidente que examinaba los expedientes con su ministro de justicia Carlos Corach, obvió todo examen diciendo: “ese es un asunto mío. Sobre ese muchacho no hay discusión” (Caballero, op. cit).
Quizá por eso se le acusó de ser una pieza inerte en el juego de Menem sobre la AMIA. Entre febrero y agosto de este año lo juzgó el Consejo de la magistratura, que lo destituyó reprochándole el pago de 400 mil dólares (presumiblemente con autorización presidencial) al principal testigo contra Ribelli, y por desdeñar” el resguardo de los intereses públicos”, por haber sido “parcial” e incumplido sus deberes “éticos y legales”. Antes, otro tribunal le había atribuido privación ilegal de la libertad, contando con el “sostén” de otros poderes.