La semana pasada tuvo a los mexicanos a la expectativa, angustiosa para algunos, del desenlace del conflicto con el sindicato del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). El sábado nos enteramos que se había llegado a un acuerdo que evitaba lo que para muchos parecía una huelga inminente, que por la gran tontería legal que permite las “huelgas por solidaridad”, hubiera tenido también otras consecuencias nefastas para el desempeño de la economía.
Este acontecimiento puso nuevamente de relieve el severo problema de las pensiones, no sólo de los trabajadores del IMSS sino la de todos los empleados públicos, y expuso además lo deficiente y retrógrada de nuestra legislación laboral, que ante cualquier capricho de líderes sindicales permite poner en jaque a toda la economía con el “petate” de paros por “solidaridad”. En este cuento aparecieron los sospechosos de siempre: el sindicato de Teléfonos de México (Telmex), el de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el SUTERM, de la empresa Luz y Fuerza del Centro.
El acuerdo al que se llegó es, en realidad, un paliativo que si bien respeta todavía el mecanismo de pensiones para las nuevas contrataciones del Instituto, por el cual se prohíbe utilizar las cuotas obrero-patronales para el pago de sus jubilaciones y pensiones, no corrige el enorme problema financiero del mismo, ya que no se afectan los años de antigüedad y la edad mínima de retiro de los trabajadores actuales.
Nuestro sistema de salud está organizado para servir los intereses de sus trabajadores y sindicatos en vez de los de sus derechohabientes. Los sistemas de pensiones de los empleados públicos, en especial los del IMSS, son fruto de años de presiones políticas y de una “generosidad” irresponsable de gobiernos y legislaturas anteriores, que sin consideración alguna de los mecanismos de financiamiento cedieron a demandas (chantajes) sindicales que son imposibles de cumplir en cualquier empresa.
Una situación de esa naturaleza no se presenta en una organización privada. Los reclamos sindicales o la ineptitud de sus administradores tienen como límite el capital de la empresa. De ahí que las partes tiendan, por lo general, a acuerdos que no ponen en riesgo la solvencia del negocio en el largo plazo. Cuando ello no ocurre, la empresa quiebra sin costo para los contribuyentes.
Existen varios ejemplos de esta situación en Estados Unidos. El más reciente concierne a la empresa Delphi, quien el 8 de octubre se acogió a la protección del capítulo 11 de la ley de quiebras estadounidense. Ello abrió la primera discusión significativa de las promesas impagables que oleadas de administradores han hecho sobre los sistemas de salud y de pensión de los trabajadores a la hora de sus retiros. A medida que los costos masivos de estos esquemas se han hecho evidentes, también queda clara la incapacidad de las empresas para financiarlos. Muchos negocios tendrán que abandonar sus promesas y tratar de forzar que sus trabajadores acepten una disminución de sus beneficios de retiro. La alternativa es el cierre de esas empresas.
Ese no es el caso de las empresas y organismos públicos en nuestro país, que por décadas han sido un botín de políticos y sindicatos. Muchos de ellos todavía lo son, como lo demuestran en particular los sindicatos del IMSS y Luz y Fuerza del Centro, que sobreviven con el dinero de los contribuyentes. Estos problemas persisten porque las generaciones anteriores de políticos y administradores estuvieron en posibilidad de posponer decisiones difíciles y desplazar la carga de sus promesas a un futuro distante. Los problemas crecientes del IMSS son una señal de que ese futuro ya llegó.
Es necesario que su sindicato acepte modificar su contrato colectivo para elevar el número de años de antigüedad y la edad mínima de retiro; así como sustituir el esquema actual por uno donde los trabajadores de los organismos públicos financien su jubilación en cuentas individuales de retiro.
La experiencia europea y de Brasil nos enseña que las propuestas de reforma a los sistemas de pensiones públicos llevan, invariablemente, a enfrentamientos entre las autoridades que buscarán eliminar privilegios y los sindicatos públicos que tratarán de conservarlos. Por ejemplo, el gobierno de Francia experimentó en la primavera de 2003 manifestaciones donde más de un millón de personas protestaron en contra de las reformas al sistema de pensiones. Los sindicatos paralizaron la mayoría de los vuelos, hospitales, escuelas y la distribución de energía eléctrica. El Gobierno francés no capituló, simplemente porque la aritmética le decía que el dinero no alcanza.
En México el dinero tampoco alcanza y el quebranto del IMSS crece todos los días gracias al increíblemente generoso régimen de pensiones y jubilaciones de sus trabajadores. El IMSS requiere no sólo de una reforma que modifique este régimen, sino que además abra la posibilidad de que sean los consumidores quienes elijan los proveedores de los servicios de salud. El gobierno financia el gasto médico y de salud, pero ello no quiere decir que necesariamente tiene además que proveerlo. Por ejemplo, en Holanda más del 90 por ciento de los hospitales que proveen los servicios de salud pública son organizaciones privadas sin fines de lucro.
En conclusión, el gobierno mexicano tendrá que aceptar, al igual que sus contrapartes europeas y brasileña, que los esquemas de pensiones para los empleados públicos son insostenibles y constituyen una amenaza creciente a la salud financiera de nuestro país. El problema es enorme, está creciendo y no es susceptible de una corrección fácil y rápida. Las acciones que necesitan tomarse requieren de una voluntad política que ningún partido político ha demostrado tener. No obstante, el gobierno necesita admitir que no puede cumplir sus promesas y los trabajadores públicos tendrán que aceptar esa realidad.