El deseo de muchos de nosotros es el de lograr el máximo resultado con el mínimo de esfuerzo y de tiempo. Y esto, en esencia, es productividad y eficacia. Pero no todos lo logramos -por diversas causas- y terminamos empantanados con mucho trabajo...y no necesariamente con igual efecto en los resultados.
Es el conocido conflicto, con sus múltiples aristas, de ser eficaz o eficiente; por lo que encaja repasar los dos conceptos: ser eficaz es hacer lo correcto, lo que nos toca hacer. Y ser eficiente es hacer bien las cosas –o procesos– si bien frecuentemente ello no nos llevará en la dirección adecuada.
Ejemplifico con lo siguiente: eficiencia equivaldría a colocar apropiadamente una buena escalera en la pared, y subir con prontitud... ¡a la azotea equivocada! ; y eficacia sería tanto como trepar a la azotea indicada, quizás sin pulirse demasiado en el tipo de escalinata y en la colocación de la misma. Claro que lo deseable sería lograr la eficacia y la eficiencia simultáneamente; pero, en mi apreciación personal, por andar detrás de la eficiencia, podemos perder eficacia...y calidad de vida.
Debemos establecer un sano equilibrio entre el trabajo y la vida personal. Y aquellos que caen en el engaño de la eficiencia, viéndola como un objetivo y no como un medio, terminan convirtiéndose en adictos al trabajo -workaholics, dirían los estadounidenses– y frustrados porque el esfuerzo físico y mental, además del incumplimiento de las otras responsabilidades familiares, sociales y personales, no se recompensa en forma equitativa con los resultados obtenidos.
No pretendo desmerecer el esfuerzo laboral de muchos empresarios y empleados que dedican jornadas extraordinarias al negocio. Simplemente sugiero la necesidad de una armonía entre la labor y la vida íntima. Y afirmo que estoy en contra de invertir horas y horas de trabajo en algo que no nos llevará a ninguna parte.
Suena evidente, sin embargo corremos el peligro de caer en ese desgaste de afanarse mucho, pero no en la orientación correcta. Y llegamos cansados a nuestros hogares con la confusa sensación de que hemos realizado un gran esfuerzo pero asimismo de que “algo” nos hizo falta. Y al día siguiente -con acaso renovadas energías- volvemos a atacar los quehaceres con más tenacidad, y más horas de trabajo - en la desacertada esperanza de que lo que nos faltó fue hacer “más de lo mismo”
No obstante, es justo reconocer que -en ciertos períodos- sí es necesario y obligado el trabajar mucho y bien:
-Al iniciar una empresa. La explicación es indiscutible... al principio debemos de estar muy de cerca para asegurar, en lo posible, el buen nacimiento de ella.
-Cuando no se cuenta en quien delegar. Porque no lo he desarrollado o porque no hay presupuesto para hacerlo. Sin embargo, aquí cabe preguntarse: “¿qué es primero, el huevo o la gallina?”, ¿estoy sólo -como director– porque no tengo el dinero para contratar a alguien que me ayude, o porque no tengo alguien que me ayude no genero el dinero suficiente?
-En los procesos de cambio que, por su trascendencia, demanden el total compromiso y apoyo del dueño. Un asunto es delegar y otro -muy diferente- es olvidarse del rol de dueño o de director.
-En situaciones de alta contingencia o de peligrosidad para la empresa, que por lo mismo, requieren de la estrecha atención y soporte del dueño-director.
-En las inevitables -y hasta convenientes- participaciones personales en eventos sociales, gremiales, comunitarios, de beneficencia y relaciones públicas en general.
-Cuando se debe de invertir tiempo en hacerse de conocimientos nuevos para estar “al día”.
La adicción al trabajo es rehuir al equilibrio vital y a las otras responsabilidades personales... entre ellas, la de la propia salud.
“Muchas veces compramos el dinero demasiado caro”.
Thackeray
El autor es Consultor
de Empresas en Dirección
Estratégica.
manuelsanudog@hotmail.com