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Gobernantes en Waco/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Los tres países signatarios del Tratado de Libre Comercio para América del Norte se aliarán con dos propósitos, en ese orden riguroso: seguridad como objetivo prioritario; y prosperidad como meta accesoria. No queda claro si suscribirán un nuevo pacto, si ampliarán los términos del que está en vigor desde el primero de enero de 1994; o si la iniciativa que dieron a conocer el miércoles pasado no requiere adquirir sustancia jurídica, sino que puede permanecer en el plano de la vasta colaboración a que su vecindad los conduce y aún obliga. La declaración conjunta suscrita el 23 de marzo define a la Alianza sólo como “un proceso de cooperación continuo”.

Como el tratado mismo del que sus gobiernos son parte, como las economías que en alguna medida son reguladas por ese mecanismo trilateral, la reunión de los gobernantes de Canadá, Estados Unidos y México, la semana pasada en Waco, Texas, estuvo marcada por la asimetría. Cada uno de los protagonistas vive momentos políticos muy diferentes y su desempeño se rige por esa circunstancia y por el entorno en que ejercen su poder.

El presidente George W. Bush, reelegido en noviembre con un margen mayor que en su elección inicial, disfruta de autoridad plena, ni siquiera acotada por la oposición en el Congreso, que a menudo se muestra anuente a su política. Apenas unas horas antes de la cita texana Bush había firmado una extraña Ley privativa (es decir, no general sino referida a una persona en particular, la señora Terri Schiavo) aprobada a deshoras (en domingo, y Domingo de ramos, por añadidura). El tema correspondía a un interés personal del mandatario (su hermano Jeff, gobernador de Florida, lo había mostrado también) y si bien un centenar de demócratas se opusieron, salió avante en la Cámara de representantes por una holgada mayoría, y por unanimidad en el Senado. Y no hablemos, entonces, del ancho margen en que Bush se mueve para la designación del embajador ante la ONU, John Bolton (unilateralista disfrazado de lo contrario); y, lo que es todavía más trascendente para la vida internacional, de Paul Wolfowitz, el halcón que inspiró y puso en práctica la ofensiva contra Irak (que incluye la ocupación de ese país) como director del Banco Mundial.

El primer ministro canadiense Paul Martin disfruta todavía la frescura de un Gobierno iniciado en diciembre de 2003, hace apenas 15 meses. Su antecesor y ex jefe, Jean Chretien, gobernó durante una década exacta y ese prolongado lapso aseguró a Martin la doble ventaja de continuar una política aceptada por los votantes y al mismo tiempo aparecer como una oferta de renovación. Martin fue ministro de finanzas y goza de la confianza de los empresarios canadienses (él mismo es uno de ellos, como propietario de una importante empresa naviera). Aunque dista de contender con los intereses norteamericanos, llegó a la reunión de Waco dueño de una posición firme en un tema sensible para los Estados Unidos. Anunció la indisposición de su país a formar parte del sistema de defensa de Washington contra cohetes teledirigidos (misiles) que requería una base en territorio canadiense.

En cuanto al TLC y sus extensiones (en caso de que se trate de acrecentar sus alcances) Martin goza de los anchos márgenes de acción que provee el pragmatismo, el que permite hacer lo contrario de lo ofrecido. Julián Castro Rea y Nidia M. Castro, de la Universidad de Alberta, afirman por una parte que “los liberales son más permeables a la acción de los grupos de interés que ningún otro partido” y, por otro lado, que no vacilan en mudar de opinión: “En su plataforma para 1993, este partido prometió renegociar el TCL para establecer reglas claras sobre subvenciones, medidas antidumping, revisar el sistema de solución de controversias y proteger los recursos energéticos como lo hizo México. Aprovechó así la oposición al TLC, entonces mayoritaria en la opinión de los canadienses. Sin embargo, una vez en el poder, los liberales cedieron ante los intereses empresariales y no sólo no renegociaron el tratado sino que comenzaron a aplicarlo en enero de 1994” (“La democracia en Canadá: partidos políticos, elecciones y grupos de interés” en Canadá: política y Gobierno en el siglo XXI, ITAM, Cámara de Diputados, Miguel Ángel Porrúa)

Por su parte, el presidente mexicano acudió a Waco en posición debilitada por el paso del tiempo y sus propios errores. Se encuentra ya en el último tercio de su administración, y sus capacidades de decisión se han visto disminuídas no sólo por la composición del Congreso, donde no cuenta con mayoría, y sus dificultades para establecer alianzas que atenúen la condición minoritaria de su partido (intensificada en la elección intermedia de 2003), sino porque inauguró un lesivo proceso de sucesión adelantada, que minó a su propio Gobierno y produjo la expresión de tempranas (aunque por ello no necesariamente fijas) preferencias electorales que podrían ser el caso de la profecía que se cumple a sí misma.

En la relación bilateral con Estados Unidos el presidente Fox fue víctima de una paradoja: su naciente simpatía con su homólogo norteamericano, y el papel especial que de ella parecía desprenderse en el contexto interamericano (Fox llegó a ofrecerse como intermediario de Latinoamérica ante la Casa Blanca) se trocaron en una relación rasposa que se expresó, de creer al secretario Santiago Creel, en reclamaciones mexicanas que si bien ocurrieron en el nivel ministerial generan poco entusiasmo en la cumbre.

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