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¿Hábitos grises?

Federico Reyes Heroles

“Fiebre aguda” que se convierte en “hábito gris”, así describió William James hace más de un siglo los polos de la experiencia religiosa. Habló en Edimburgo, en el ciclo de Conferencias Glifford que devendrían en su texto central “Las variedades de la experiencia religiosa”. El autor inglés caminaría por un territorio casi virgen, poco explorado: trascender las denominaciones religiosas y encontrar el Kern del fenómeno. Musulmanes, católicos, judíos, protestantes no importaba demasiado, sí en cambio esa emoción íntima que permite al ser humano enfrentar en paz los grandes misterios de la creación y la vida. Esa “experiencia religiosa”, la “fiebre aguda”, podía surgir en soledad o en un acto comunitario, en un templo o en la contemplación de un bosque, al ver un parto o enterrar a un ser querido. El escenario es lo de menos. Era la autenticidad la que movía a James.

La tesis suena sencilla e inofensiva, pero en la persecución de esa “experiencia religiosa” James efectuó una división que fue herejía para muchos. De un lado quedaba la “experiencia religiosa”, un acto vivo, individual, irrepetible, enriquecedor de la vida interna de las personas, un acto capaz de conciliar con los grandes misterios y propiciar paz. Otro asunto muy distinto era la “vida religiosa”. Esta no surgía de adentro hacia afuera sino viceversa: era aprendida de la comunidad o iglesia, era heredada en el mejor de los casos, cuando no impuesta por sutiles presiones o por vía de castigos. Esas expresiones eran fórmulas creadas por generaciones anteriores, eran la religión de otros. Para James de poco servía estudiar esta “vida religiosa” pues en todo caso se trataba de un asunto de segunda mano y no de la motivación inicial, de carácter universal, que enfrenta al ser humano con la vida espiritual. De un lado quedan los rituales, actos de repetición programada, formas, hierofanías como las llamó Mircea Eliade, expresiones superficiales de un fenómeno mucho más rico y apasionante: la “experiencia religiosa”, individual e irrepetible.

¿Puede haber rituales que conduzcan a la “experiencia religiosa”? Por supuesto, pero la aproximación de James nos obliga a observar con cautela. Como en toda institucionalización se corre el riesgo de caer en manos de burocracias administradoras de rituales. La vida espiritual de los pueblos, de los conglomerados humanos, siempre tendrá exteriorizaciones pero estas deben ser consecuencia de un substrato de vida espiritual real. ¿Es deseable la vida espiritual? En teoría un ser humano que se confronta con los misterios, que no huye de ellos, ampliará su nivel de entendimiento o por lo menos de cuestionamiento. Simplemente por eso la vida espiritual vale la pena. Las soluciones a los grandes dilemas varían de religión en religión. Entonces las religiones son cultura. Pero además, detrás de una religión debe haber una axiología, un listado de principios que los creyentes convencidos deben seguir, esos principios son parte de una fórmula para entender la vida. Hay por lo tanto también una “ética de la creencia”. Por ello es válido preguntarse qué tan buen creyente es una persona.

Sin importar la denominación, un creyente debe ser una persona con un determinado código moral que se expresa no sólo en sus rituales sino también en su vida cotidiana. Un creyente que rompe los principios de su fe es, por lo menos, débil. Y por supuesto se puede ser una persona de una moral muy sólida sin pertenecer a una fe. ¿Y cómo salimos los mexicanos en esta lectura? Aunque la gran mayoría de los mexicanos se autodefine como católica, queda claro que hay poco seguimiento de los mandatos de esa iglesia. Los ejemplos típicos para sustentar esa tesis son el amplísimo uso de medios anticonceptivos, la aceptación de las relaciones prematrimoniales y muchos otros. Sin juzgar el hecho queda claro que el creyente mexicano es, en primer lugar, profundamente ignorante de los mandatos de su iglesia y, en segundo, brutalmente desobediente. Es muy ritualista: bautiza, se casa por la iglesia, etc. Pero eso no habla de su vida espiritual. Es notable, por ejemplo, como el mexicano, católico, dedica muy poco tiempo a la oración, aporta muy pocos recursos y tiempo a su templo. Las cifras muestran que las masivas expresiones externas de religiosidad en fechas festivas, tienen muy poco que ver con la vida espiritual.

Pero hay algo aún más grave y apasionante. Esa débil vida espiritual rodeada de ritualismos pareciera conducir a una débil moralidad. En México alrededor de 700 mil mujeres, la gran mayoría católicas, se practican un aborto anualmente. Por pobreza, por hartazgo, explicaciones puede haber, pero el hecho es ese. En nuestro país cada año quedan embarazadas alrededor de 400 mil adolescentes. La mayoría de los mexicanos que vienen al mundo como resultado de esas relaciones no conocen a sus padres. En este país tres de cada cinco mujeres han sufrido algún tipo de violencia intrafamiliar. En México los divorcios se incrementan exponencialmente y en la mayoría de las ocasiones la infidelidad está detrás. En México, de los alrededor de 22 millones de hogares, al menos cinco son sostenidos exclusivamente por mujeres.

La lista es infinita: abandono de ancianos; abandono de niños; expresiones de un muy frágil compromiso con sus congéneres como lo es el hecho de más de un 80 por ciento de los mexicanos no realicen ningún tipo de trabajo comunitario. Otro aspecto que no puede ser ignorado es el alto grado de alcoholismo vinculado a festividades religiosas que ha dañado severamente a muchas familias. Uno se pregunta, si el amor al prójimo fue una de las enseñanzas centrales de Cristo ¿dónde se torció el rumbo en México? Si la familia es uno de los bastiones de la doctrina católica ¿cómo explicar lo que ocurre en nuestro país? Si la Creación es la piedra de toque de esa gran doctrina y ella recoge a todas las criaturas de la naturaleza, ¿por qué los mexicanos son máquinas de destrucción de su entorno? Si la sencillez y la humildad originales de Cristo debieran ser mandato, cómo entender el derroche y ostentación generalizados de los mexicanos. No cuadra.

En estos días de recogimiento para los católicos, de recuerdo del sufrimiento, del sacrificio y la festividad que le sigue, bien valdría la pena cuestionarnos sobre algunos de los comportamientos cotidianos de los mexicanos. Mucho rito y poca vida espiritual, infinidad de festividades pero poco apoyo al prójimo, poca doctrina y mucho egoísmo. Valdría la pena reflexionar sobre la ética de los creyentes porque de la “fiebre aguda” nos podríamos quedar sólo con el “hábito gris”.

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