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He ahí el lilema/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Ayer, los diputados del PRI, en cuyas manos está la suerte de Andrés Manuel López Obrador, se reunieron para plantearse el dilema shakesperiano: desaforar o no desaforar. Como el hesitante Hamlet, los miembros de la fracción más numerosa en San Lázaro vacilan, éstos entre empujar esa privación de la inmunidad o mantenerla. Y acaso se encaminan, en sus dudas, a dar largas al asunto, como han conseguido hacer con el caso del senador Ricardo Aldana, en el cual se llegó hasta a formular un dictamen que las argucias compuestas de priistas y panistas enviaron al congelador.

Igualmente ayer, e igualmente en la Cámara de Diputados, ese tema dominó buena parte de la comparecencia del secretario de Gobernación, Santiago Creel. Su planteamiento del problema no por obvio habrá ratificado en los legisladores priistas que ya la alientan, su convicción de que resultarán haciendo el juego sucio al Gobierno, que procurará cargar a los diputados el costo político de la operación de desafuero. Creel insistió en que este caso no se originó en el Poder Ejecutivo, sino en la defensa de un interés de particulares que buscaron protegerlo por la vía del amparo, camino por el cual el asunto llegó al ministerio público federal, autor de la petición de desafuero que deberá resolver “esta soberanía”, como es políticamente correcto llamar a la Cámara cuando se quiere halagarla.

Los miembros de la bancada tricolor recibieron el informe y escucharon el parecer de sus compañeros Rebeca Godínez y Francisco C. Frías Castro, integrantes de la Sección Instructora (con el panista Álvaro Elías Loredo y el perredista Horacio Duarte). Supieron del recorrido legal del caso -el ya consumado y el por venir- y calcularon que sólo en el abril final de este periodo de sesiones habría un dictamen que se expondría ante el pleno convertido en gran jurado.

La conveniencia política, no la ética ni el derecho, ha introducido en la bancada tricolor la vacilación sobre el desafuero. Si los priistas contaran con la certeza de que en la fase judicial que siga a su decisión en el pleno López Obrador será sometido a proceso, destituido e inhabilitado, no dudarían un segundo en asumir el costo político de desplazarlo de la escena electoral por medios ruines. Pero saben que el desafuero puede conducir a López Obrador a un territorio donde quede menos sujeto a la veleidad de la política, a la expresión cruda de sus intereses. No es que la judicatura sea espacio idílico donde se aplica en puridad la Ley, al margen de corruptelas y presiones, ni que esté garantizada la pericia de sus impartidores.

Las decisiones judiciales que prepararon el camino a la intervención ministerial (es decir, de la Procuraduría General de la República, cuyo titular depende del Ejecutivo, para no hacer el juego del eufemismo al secretario Creel) son muestra de que jueces y magistrados no necesariamente se rigen por el angelismo jurídico.

Pero en la fase judicial posterior al desafuero hay reglas, hay plazos, hay segundas instancias y en último término, es posible demostrar con eficacia jurídica o sin ella, la comisión de errores o de actos de mala fe y francamente dolosos.

Si ni siquiera es claro qué delito comete la autoridad que desacata un mandamiento judicial y qué sanción le corresponde, es claro también que puede haber absolución.

El juicio de procedencia, en cambio, está regido por el arbitrio político. Es verdad que tiene ingredientes jurídicos, que se agotan en el momento de dictaminar y convocar al pleno, pero es sobre todo un haz de decisiones políticas. La primera es la integración de la Sección Instructora, donde quedan representados los intereses de las bancadas. De sus cuatro miembros dos pertenecen al PRI como reflejo de la superioridad numérica de la fracción. Y su actuación, si bien está ceñida a leves normas procedimentales, corresponde más al estilo de un tribunal de conciencia que a uno de estricto derecho.

Por ejemplo, por mayoría se negó a López Obrador proponer un perito tercero en discordia, ante las opiniones divergentes de los peritos de las partes respecto de la extensión y los linderos del predio de cuya expropiación nace este caso.

Pese a que es universal la práctica de esa tercería pericial, la resolución negativa de la instructora no necesita fundarse ni motivarse, porque no es susceptible de revisión. Podría acudirse al juicio de garantías, pero la Suprema Corte ha resuelto que no procede el amparo en ninguna de las fases del desafuero.

Algo semejante puede ocurrir a la hora de dictaminar. Se puede formular un dictamen arbitrario, que ignore las pruebas y los alegatos. No anuncio que así ocurrirá. Digo que la naturaleza política del procedimiento de desafuero, la ausencia de normas procesales específicas, permite ese libre despliegue de la voluntad de los dictaminadores y que la decisión se tome por mayoría y no necesariamente conforme a evidencias y razones.

Y lo mismo puede pasar en el pleno. Si bien el dictamen puede discutirse desde la tribuna y los oradores harán saber allí su parecer, los que simplemente voten no tienen porqué ni ante quién justificar su decisión, que no es revisable.

El procedimiento de desafuero depende, indudablemente, de la política. Carecen de razón, por lo tanto, quienes reprochan a López Obrador acudir a instrumentos de la política, como la movilización, no para impedir materialmente el retiro de su inmunidad, sino para evidenciar los móviles electorales que impulsan ese extremo.

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