Después de una demora acaso forzada por la intolerancia, está en el aire en 19 ciudades una campaña radiofónica con el lema La homosexualidad no es una enfermedad, la homofobia sí. Patrocinan este esfuerzo de persuasión colectiva los Consejos Nacionales para Prevenir la Discriminación (Conapred) y para la prevención y control del VIH-Sida (Conasida); el programa Onusida y las organizaciones Mundial y Panamericana de la Salud.
Parece absurdo que deba propagarse la noción de que la homosexualidad no es una enfermedad, una aberración. Y sin embargo esa campaña es necesaria porque son poderosas, en sentido contrario, la enseñanza y la difusión de la creencia de que la homosexualidad es una anormalidad. Para la Unión Nacional de Padres de Familia, por ejemplo, se trata de una “desviación sexual” y más aún, de una conducta “antinatural y aberrante que debe ser enérgicamente combatida no sólo por la sociedad, sino principalmente por los órganos de Gobierno que se deben a la sociedad”. Es claro que proponer una guerra contra tal “tendencia” propicia los crímenes de odio que son el corolario de la homofobia. La UNPF admite que sea conveniente luchar contra este sentimiento, pero sin promover al homosexualismo: conmiserativamente arguye esa agrupación que a “la persona con tendencia homosexual no hay porqué ofenderla, voltear para otro lado, no darle la mano y no hay porqué discriminarla, pero esas personas deben estar conscientes de que padecen una desviación sexual, la que pueden corregir, y que los propios organismos de la sociedad y el Gobierno les deben tender la mano”.
Sentimientos semejantes han sido expresados en Estados Unidos con motivo de la exhibición de la película Kinsey, que narra la vida y las investigaciones del biólogo pionero en el estudio de la sexualidad norteamericana. Tal como ocurrió a fines de los cuarenta y comienzo de los cincuenta, cuando dio a conocer el resultado de sus indagaciones sobre la conducta sexual de los estadounidenses (en 1948 sobre los hombres y cinco años más tarde sobre las mujeres), Kinsey sigue irritando al fundamentalismo conservador. Fallecido en 1956 y ahora encarnado por Liam Neesen en la cinta dirigida por Bill Condon, Kinsey es todavía objeto de escarnio, sólo por sacar a la luz porciones de la realidad. A través de miles de entrevistas (para efectuar las cuales entrenó a un equipo, con el financiamiento obtenido de la Fundación Rockefeller, que lo interrumpió por amenazas del senador McCarthy) Kinsey encontró que la homosexualidad es al menos tan normal como la heterosexualidad: casi la mitad de sus entrevistados y una cuarta parte de las entrevistadas declararon haber tenido una experiencia homosexual.
El científico antes y la película hoy son considerados, al modo como lo hace la UNPF, como vehículos para difundir un modo de ser. Contra esa idea se manifestó Gilberto Rincón Gallardo, que preside el consejo contra la discriminación, quien buscó tranquilizar a los conservadores negando que tenga sustento su temor de que se promuevan “conductas sexuales específicas”.
La homofobia no fue capaz de detener la modificación, el jueves pasado, del código civil español que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, una petición que ha ido abriéndose paso entre el fundamentalismo. El Congreso de los diputados aprobó (con el 57 por ciento de los votos, 183 contra 136) la adición al artículo 144 según la cual “el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o diferente sexo”. La enmienda puede ser todavía frenada en el Senado, donde la representación del Partido Popular es mayor que en las Cortes y puede por lo tanto lograr ese efecto. Pero a la postre la reforma sería ratificada por los diputados.
La enmienda permite también la adopción que practiquen parejas homosexuales. Fue asimismo necesario modificar los textos del código civil donde se menciona al “marido” y la “mujer” para sustituirlas por “cónyuge”. Y para evitar confusiones un transitorio establece que “las disposiciones legales que contengan alguna referencia al matrimonio se entenderán aplicables con independencia del sexo de sus integrantes”.
Holanda y Bélgica instituyeron este género de matrimonio hace ya cinco y dos años. En Holanda la Ley respectiva fue votada por una amplia mayoría (107 contra 33), en que participaron diputados cristianodemócratas, lo que según el diario El País (de cuya edición del viernes pasado obtengo estas informaciones) “evidenció el grado de consenso alcanzado antes del voto”. En Bélgica, donde se aprobó la unión homosexual en 2003, “tras una experiencia exitosa en que la sociedad, especialmente la de las grandes ciudades, ha aceptado de buen grado esta nueva institución familiar, el Gobierno Federal... se dispone a abrir la puerta a la filiación (que da derecho a la herencia) y a la adopción en el seno de las parejas homosexuales, algo a lo que hasta el momento no tenían derecho a pesar de estar casados”.
En Estados Unidos, en cambio, la lucha por legalizar los matrimonios entre personas del mismo género ha incrementado la oposición social a ese rasgo de la libertad contemporánea. Como parte de la expansión del conservadurismo político, 68 por ciento de los norteamericanos están en contra de las uniones homosexuales. La decisión de autorizarlas, asumida por el ayuntamiento de San Francisco fue frenada por el tribunal superior de California, en un fallo declarado inconstitucional por un juez federal.