“Tendremos el destino que nos hayamos merecido”.
Albert Einstein
La madre naturaleza se mostró colérica contra los habitantes del área de Louisiana, Missisipi, Albama y Florida en Estados Unidos. La dimensión del daño es, hasta ahora, incalculable. Se ignora cuántas personas murieron y tampoco es apreciable la cuantificación de los daños materiales; ni siquiera se puede percibir el tiempo que habrá de transcurrir para que las cosas vuelvan a una relativa normalidad en las tres entidades.
Uno puede creer que el dinero no era un problema para Estados Unidos, pero lo fue ciertamente. La posibilidad de distraer el dinero del gasto bélico mantuvo en paralizante inmovilidad a la Casa Blanca, a tal grado que el presidente George W. Bush devino incapaz de anticipar la indignación que produciría en sus conciudadanos del este, verlo bajar del avión, después de inspeccionar el daño, cargando amorosamente a su pequeño falderillo que no acataba a entender, o sentir, para qué carajos lo había llevado Bush al epicentro de aquella devastación.
El asombro del presidente Bush sólo es comparable a la parálisis que sufrió el ínclito y nunca bien ponderado ex presidente Miguel de la Madrid ante el terremoto que destruyó la capital de la República mexicana en aquel triste e inolvidable 19 de septiembre de 1985. Nada es más atrofiante para un pueblo que atestiguar la ausencia de respuesta de un líder político ante las desgracias de sus gobernados.
La atonía de Bush o el vacío político de su Presidencia no pasó desapercibida para los ciudadanos de Estados Unidos, especialmente en las áreas afectadas por el huracán...
En Washington los demócratas afilaron y enfilaron sus acerbas críticas al régimen republicano, pero en el sitio de las desgracias un ciudadano no resistió la indignación y lanzó al vicepresidente Chenney uno de los clásicos insultos del coloquial idioma inglés equivalente a una mentada de madre.
El pasmo gubernamental, pensamos, fue el mismo que sufrieron los dirigentes políticos de Japón ante la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki en 1945; idéntico, quizá, al desconcierto de Saddam Hussein -ninguna blanca palomita- cuando sintió a la puerta de su palacio el consecutivo y mortal ataque de las fuerzas de aire, mar y tierra de Estados Unidos a la población inerme de Irak.
O parecido, a lo mejor, a otros tantos embates del militarismo estadounidense contra aquellos países que han cometido el error de oponerse a su política colonialista. Más rápida, sin embargo, fue la respuesta de Bush a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001: en pocos días tenía armada su invasión a Oriente Medio.
Estamos seguros que muchos lectores de periódicos o vedores de televisión pudieron pensar que el cataclismo de vientos y aguas desatadas constituía un castigo divino.
Alguien pensó: ¿Dios tomaría venganza con severidad por los terribles actos de violencia y genocidio decretados desde el Pentágono? No lo creemos, no imaginamos que Dios se pueda ocupar de tan mezquinos menesteres, menos cuando el sufrimiento principal tuvo como protagonistas a tantas mujeres, hombres, niños, ancianos: todos víctimas inocentes; descendencia, la mayor parte de dos etnias históricamente desdeñadas por los blancos racistas estadounidenses: los afroamericanos y los latinos.
Pero quizá el causante de la desgracia de Nueva Orleans haya sido el destino que según Romain Rolland fue inventado por los hombres con el fin de atribuirle los desórdenes del universo que ellos tienen el deber de gobernar.
O también pudo haber sido el fundamentalismo religioso, abiertamente profesado por el presidente de Estados Unidos, el que tentó al destino de paciencia y éste se manifestó con toda la fuerza de la que puede ser capaz. Y ya metidos en el esoterismo aceptemos que a una alma persuadida de su grandeza sólo le puede suceder algo sublime.
¿Sería entonces el destino manifiesto la causa de lo causado?...