Mañana 30 de octubre se cumplirá el 132 aniversario del nacimiento de don Francisco Ignacio Madero González: un hombre bueno, valiente y visionario, cuyas ideas democráticas transformaron la estructura política del país, después de una sangrienta revolución y a costa de un transitorio descrédito personal y de su propia vida. Si hoy viviera quizá pensaría en iniciar una nueva revolución.
La “Revolución Mexicana” fueron seguramente las palabras más escritas y pronunciadas por los políticos y los militares del siglo XX. Una vez terminada la lucha armada, los ecos jurídicos, sociales y económicos de la Revolución se convirtieron en la fuerza motriz de los esfuerzos comunes.
Durante más de setenta años la revolución sería partido y Gobierno; carreteras y otras vías de comunicación; electricidad para todo el país, fuentes de empleo, educación básica, media y superior; se convirtió en servicios médicos, hospitales y centros de salud; sistema financiero y monetario indispensable para incentivar el crecimiento de una viable economía y el fortalecimiento de la planta industrial mexicana; cultura atractiva y diferenciada que además de sacar a relucir las raíz folclórica de la nación, incursionará en terrenos más universales y régimen agrario que, aun defenestrado, luchó por amortiguar el resultado deficitario de la economía agrícola, producto del latifundismo colonial extendido hacia las haciendas porfirianas y minimizado en las cuatro hectáreas del ejido zapatista-cardenista.
En aquellos años todo creció sobre un sistema político autocrtíco, unipersonal y centralista que despreciaba el valor productivo de las diferentes regiones del país y hacía crecer sin mesura a la capital de la República y a su vecindad geográfica. Un renovado centralismo caminaba de la mano del partido único que desalentaba cualquier entusiasmo con diversidad ideológica, mientras que la resignada obsecuencia de las bases priistas alentaba al desaforado poder presidencial, que alardeaba de saber todo y nunca equivocarse en sus actos de autoridad: los presidentes se creían inmortales, sobre todo por su semejanza con el precedente histórico: el porfiriato.
No lo eran, aunque su ceguera histórica los hiciera concebirse de esa manera. Los gobiernos revolucionarios de 1968 y siguientes no reconocieron la fuerza y la sinergia de una juventud preparada en las universidades y en los tecnológicos. Adiestrados en las mejores lecturas de la ciencia política los jóvenes descubrieron la necesidad de un cambio drástico hacia la democracia total. “Revolución” ya no era una palabra útil. Los jóvenes pensaban en una “evolución”. Y creían sinceramente en la teoría del cambio social cíclico.
La evidencia del cambio apareció noventa años después del estallido maderista de la Revolución Mexicana. Pero la señora democracia no llegó con el foxismo. Antes de 2000 estaba instalado el Instituto Federal Electoral, el primer organismo ciudadano creado por el poder público para la organización, vigilancia y legitimación de las elecciones federales. La ciudadanía se sometió al imperio de la Ley y el IFE cumplió con responsabilidad. Así, gradualmente, el IFE obtendría la confianza de la sociedad después de cada proceso electoral, igual que los organismos estatales creados a su imagen y semejanza en cada una de las 32 entidades federativas de la República.
No hubo, no hay pausas para el cambio político que tiene su propia dinámica y genera sus propias transformaciones. Hoy se habla poco de la Revolución Mexicana. Casi nadie aborda las virtudes del liberalismo juarista. Nacen en otras latitudes diferentes concepciones economicistas, pues las ideologías han desaparecido del planeta Tierra. Los empresariatos -cada vez son un mayor número en el mundo- gobiernan con sentido de la plusvalía y de la utilidad y no hay razonamiento a favor de la justicia social que les haga cambiar de idea. El reparto equitativo de la riqueza es una flaca y devastada utopía. La macroeconomía triunfa sobre la múltiple macronecesidad de empleo, pan, techo y salud. Y la naturaleza se pone en contra de los pobres. No era esto lo que soñaba Francisco I. Madero, no lo era.