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Hora cero/Un paradigma familiar

Roberto Orozco Melo

La familia es un tema de preocupación y análisis tanto para los observadores sociales, como para los sacerdotes, editorialistas y otros líderes de opinión. Es necesario preservarla para que la sociedad, nuestra gran familia nacional, rescate y desarrolle sus mejores virtudes y potencias. Sin embargo, con frecuencia, esta esperanza se ha visto frustrada por las dislocadas modas de la modernidad insulsa, vanidosa y protagónica en que vivimos.

Así, en años recientes, la sociedad saltillense se horrorizó ante la alarmante repetición de suicidios: adolescentes, jóvenes, personas maduras y hombres de la tercera edad optaron por rendir sus fuerzas morales frente a los negativos embates de la angustia existencial, la situación económica, la melancolía o la desesperanza.

Ante esta trágica realidad los espectadores activamos un mecanismo defensivo para no sucumbir ante el horror a que nos expusieron los trágicos sucesos; una forma de resignación por lo irremediable, en cierto modo terapéutica, que nos permitía permanecer erguidos y continuar el camino de la vida. Entonces nos atareamos en los quehaceres personales y tornamos a la normalidad; pero de repente la misma vida pone ante nuestros ojos un caso ejemplar que da pábulo a la mejor de las esperanzas. Demos gracias a Dios que pone los caminos a la vista, siempre que sepamos verlos y comprenderlos.

No conocimos a don Pascual Chávez López, él murió hace unos días cuando recién había cumplido 95 años de edad; pero teníamos la fortuna de conocer a su hijo Jesús, abogado, ex servidor público y en la actualidad notario público en Piedras Negras. Fuimos a expresarle nuestra pena por la muerte de su padre y pudimos conversar durante una media hora, tiempo suficiente para saber cuán errados estamos los que pensamos encontrar en la barata literatura conductual el modo de corregir nuestro comportamiento.

Don Pascual nació en 1910 en El Cedral, un pequeño pueblo del estado de San Luis Potosí. Estudió hasta donde era posible que un modesto muchacho pudiera estudiar entonces: cuarto grado de primaria. En ese lapso de cuatro años nuestros padres aprendían los rudimentos esenciales de la educación básica, más de lo que hoy se logra saber en nueve años, con libros de texto gratuito, computadoras y evaluaciones estadísticas. Sabían sumar, restar, multiplicar y dividir mentalmente, sin papel, lápiz o calculadoras. También sabían escribir, con una hermosísima caligrafía Palmer y aprendieron a comunicar ideas simples por escrito. Caminaban los senderos aledaños a sus pueblos sin más brújula que el Sol y entendían de geografía lo suficiente para saber dónde estaba México, dónde su Entidad y dónde el pueblo que los había visto nacer. Se enseñaban a ser responsables y honrados y cuando tenían edad para emplearse no era necesario que ningún psicólogo les dijera para qué eran buenos. Hacían lo que sabían y podían: con eso ganaban para comer y dar dinero a sus madres.

Don Pascual se hizo comerciante; sí, en un tendajo -o changarro- de esos que intenta rescatar anacrónicamente don Vicente Fox. Pero, como era el uso, no se encerraba tras el palo hueco: saltaba del mostrador para salir rumbo a las rancherías en determinados días de la semana, a bordo de un carricoche cargado de productos alimenticios; no de granos, ni de ixtle, ni de pieles; estos productos los traía de regreso al pueblo, mediante la vieja práctica del trueque. De modo que cuando en 1933 don Pascual se calculó bastante para mantener un hogar se casó con la señorita Amelia Villanueva Galdeano y tuvieron 12 hijos, los mismos que hoy le sobreviven o 14 si contamos dos criaturas que no fueron viables. Conforme los hijos crecían, don Pascual y doña Amelia vieron la necesidad de trasladar su domicilio a una ciudad con mejores escuelas y así escogieron venir a la Atenas del Norte.

En 1959 el destino le hizo una mala jugada a don Pascual: se le enfermó y murió doña Amelia. Al regresar del panteón cavilaría en su dolorosa soledad y en la de sus hijos y pudo haber pensado entonces en el gran reto que le imponía la vida. Sabemos que para una mujer puede resultar difícil, pero nunca imposible, ser madre y padre al mismo tiempo; pero los hombres poseemos otra contextura de carácter, somos menos decididos y valientes para asumir esas dos responsabilidades. Don Pascual optó por ser un buen padre para toda su prole y al mismo tiempo, ayudado por sus hijas, asumir los deberes y cuidados con que doña Amelia protegía a todos. Jamás pensó en volver a casarse y se dedicó por entero a salvar la prueba a que lo sometía la existencia.

Los hijos asistieron a la escuela y lograron concluir una carrera profesional, luego todos se casaron y criaron sus propias familias, menos uno que se dedicó al sacerdocio y ahora es el noveno sucesor del eminente educador San Juan Bosco en la Orden de los Salesianos. Las hijas también contrajeron matrimonio y son hoy tan buenas madres de sus hijos como lo fueron de sus hermanos menores. Al morir don Pascual pudo haber hecho, seguramente, un inventario de su patrimonio: había construido una familia de 12 hijos, 29 nietos, 33 bisnietos y un tataranieto. ¿A qué mayor riqueza puede alguien aspirar?

Siendo tan meritorio, el ejemplo de don Pascual Chávez López no ha de ser único en nuestro país. Idénticos paradigmas pueden dar a conocer muchos de nuestros lectores, pues en la sociedad mexicana existe una larga tradición de amor, unidad y buenos hábitos hogareños. Los arteros ataques que vienen del Norte contra nuestras costumbres y hábitos familiares nunca serán capaces de destruir el modelo de vida cotidiana que aprendimos por el ejemplo de nuestros padres, quienes a su vez siguieron el de sus abuelos. A pesar de la televisión, los antros y todas las tonterías que ustedes, queridos lectores, puedan enunciar como taras de nuestra sociedad, siempre podremos decir orgullosamente: Nosotros también tuvimos un don Pascual en la familia…

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