Ampliar las calles de los centros urbanos de Coahuila fue una obsesiva dinámica pública durante los decenios cincuenta y sesenta del siglo veinte. Todo empezó en Saltillo un día de 1952. Los habitantes despertaron con la novedad de ver hechas escombro las columnas de los portales de la Plaza, erigidos siglos atrás sobre la calle Melchor Ocampo, frente a la plaza de Armas. Era la acción de una piqueta modernizadora que actuaba en virtud de un acuerdo verbal entre el Gobierno del Estado y de la Presidencia Municipal de Saltillo.
A principios de año había dispuesto el gobernador Román Cepeda Flores que el Ayuntamiento de Saltillo ejecutara aquel derrumbe. Esgrimía la necesidad de disponer de mayores espacios para la circulación y el estacionamiento de automóviles. Con el mismo pretexto se empezarían a demoler, años después, algunas viejas casas en calles como Allende, Victoria y Aldama, pues la hipérbole oficial sobre el tráfico urbano trascendía al tiempo y al espacio, alcanzando a varias importantes rúas saltillenses.
¿De dónde habría sacado el Gobierno -preguntaban algunos sensatos saltillenses- la moda ésa de tumbar las viejas casonas, (algunas con méritos constructivos) para sólo favorecer finalmente a los sindicatos de taxistas que ocupaban grandes tramos callejeros para sus “sitios” o como una supuesta merced otorgada a los negocios bancarios y mercantiles para la funcionalidad de sus negocios?
En realidad esto parecía impactar en un escaso beneficio, pues los mejores lugares de las calles, frente a los comercios, eran ocupados por los vehículos de los mismos propietarios o gerentes, sin que nadie más pudiera hacerlo. Los clientes posibles preferían desplazarse a comprar en las tienditas de las calles secundarias.
Siempre pensamos que la idea no había sido de la autoría personal de don Román Cepeda Flores. Creímos después, en retrospectiva, que aquello podía haber constituido una clara imitación extralógica de la modernización urbanística del Distrito Federal realizada por el licenciado Ernesto P. Uruchurtu en el Gobierno del presidente Adolfo Ruiz Cortines; pero luego, confrontando fechas, vimos que resultaba imposible imitar lo que todavía no se iniciaba en la capital de la República. El presidente Ruiz Cortines y obviamente el regente del D. F., licenciado Uruchurtu, iniciaron funciones públicas el día primero de diciembre de 1952, pero diez días antes, el 20 de noviembre de ese mismo año, ya informaba don Román al Congreso del Estado de Coahuila sobre la demolición de los portales de la plaza Independencia y la ampliación de la calle Ocampo.
Posiblemente el gobernador Cepeda Flores pudo haber conocido los planes presidenciales de Ruiz Cortines respecto al Distrito Federal desde los días de la campaña presidencial. Ya se sabe que, de plática en plática, se conocen amigos y proyectos. También tuvo don Román la oportunidad de tratar al licenciado Ernesto P. Uruchurtu, sub secretario de Gobernación bajo las órdenes de Ruiz Cortines, quien seguramente ya presentiría cuál iba a ser su destino político al llegar su jefe y amigo al Palacio Nacional.
Lo cierto es que Ernesto P. Uruchurtu fue designado en diciembre de 1952 regente del Departamento del Distrito Federal y empezó a trabajar con propia piqueta y redaños en pro de la modernización y regeneración de la, hasta entonces, abandonada y envilecida Ciudad de los Palacios. Era de admirar, en aquellos años, la celeridad con que se derruían viejos edificios a cuyas sombras se extendían el vicio y la prostitución. Los negocios negros fueron expulsados, junto a sus protagonistas, y la vida nocturna prácticamente quedó cancelada. En las avenidas y callejas donde medraban las meretrices se erigieron modernas construcciones, amplísimas calzadas para la mejor circulación de vehículos y parques públicos destinados a la distracción de las familias.
La traza colonial desaparecía, pero crecía en su lugar una ciudad moderna, aunque con muchos conflictos de por medio. Los dueños de la propiedad urbana se resistieron, se ampararon y protestaron en todos los tonos contra “el dictador sonorense” pero la mayoría de los habitantes empezó a ver con buenos ojos la positiva diferencia entre el mandato de Uruchurtu y el de “Casitas” (Fernando Casas Alemán) primo incómodo de don Miguel, el ex presidente...
Por otra parte Uruchurtu era hombre terco y de genio colérico, muy ejecutivo y para colmo tenía una viva urgencia de transformar la población puesta bajo su cuidado en el curso de seis años, los que finalmente se hicieron doce, pues a don Adolfo Ruiz Cortines le siguió su tocayo, Adolfo López Mateos quien lo ratificó en el cargo de regente. Y habría completado dieciocho años, es decir tres sexenios, si don Gustavo Díaz Ordaz no hubiera poseído un carácter igual de ríspido que el de Uruchurtu; así pues, sabedor de que “dos aleznas no se pican” el poblano designó al general Alfonso Corona del Rosal quien, por haber sido más político que militar, pacificó las enfurecidas aguas del Distrito Federal.
Pero volvamos los ojos a Coahuila y al gobernador Cepeda Flores quien, con un genio parecido al de Uruchurtu, había empezado desde el primero de diciembre de 1951 a ejecutar su dinámica de derrumbar casas y ampliar calles; en 1952 también construyó el paso subterráneo bajo las vías de la estación del ferrocarril, en el cruce con la calle de Allende y su continuación hacia el norte haciendo esquina con lo que hoy es el bulevar Francisco Coss, una obra muy necesaria y demandada que vino a cristalizar hasta 1976 en el Gobierno de Óscar Flores Tapia. El Gobierno de Cepeda Flores en los años subsiguientes empezaría a ampliar, sin acabar, las calles de Victoria, Aldama, Allende y la prolongación oriente de la avenida Presidente Cárdenas.
Después, entre 1953 y 1954 decidiría clausurar la zona de tolerancia ubicada en céntrico el barrio de Terán, a espaldas del actual edificio de la Secretaría de Finanzas. Toda proporción guardada, la obra estatal parecía un modelo a pequeña escala de la obra de Uruchurtu en el Distrito Federal. ¿Identidad o simple coincidencia?
En los registros históricos sobre los ex gobernadores abundan algunas coincidencias en proyectos, ideas y modos de llevarlos a cabo; pero debemos reconocer que en los viejos tiempos toda obra material, social o legislativa se conducía sobre las bases de un sistema inconsulto, autoritario e inapelable.
Hoy sería imposible hacer lo que en su tiempo hicieron Ernesto P. Uruchurtu en el Distrito Federal y Román Cepeda Flores en Coahuila. Quien lo intente, en cualquier materia, se juega la chamba y quizá hasta la libertad personal...