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Impunidad y civilización/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

La civilización heleno-cristiana que hemos venido construyendo desde hace 2,500 años está basada en un puñado de principios y valores básicos. Algunos de ellos le pueden resultar muy obvios a la mayoría de las personas sensatas (que no son la mayoría de las personas, habría que aclarar). Por ejemplo, que los indefensos y desvalidos deben ser protegidos por la sociedad. Que la vida humana tiene un valor intrínseco, con independencia de etnia, religión o preferencia futbolística (a propósito: un principio civilizatorio fundamental es no aventarle bengalas en la cabeza a porteros brasileños que no tienen nada qué ver con la decisión de un árbitro medio bruto). Y que todo individuo es responsable de sus actos, y debe arrostrar las consecuencias de los mismos, para bien y para mal. Lo que se llama libre albedrío. Una de las posibles consecuencias de los actos individuales es el castigo por aquellos actos que la sociedad considera negativos y que no pueden ni deben quedar impunes.

Otro principio civilizatorio es que el castigo debe ser impuesto de acuerdo a la gravedad de la falta, y que esa relación debe estar codificada de alguna manera; fundamentalmente, con una Ley escrita, sancionada y ejecutada por una instancia superior que se llama el Estado.

Algo que suele olvidarse: la función principal del Estado es, precisamente, darle seguridad a los integrantes de la comunidad a su cargo, para que no teman por su integridad, vida y hacienda; no sean víctimas de los malandrines; y en caso de que ello ocurra, castigar a éstos según lo que digan las leyes. Un Estado que no cumple esos principios básicos, es un Estado incapaz, incompetente e inútil.

Sí, ya lo adivinaron: el Estado mexicano ha sido histórica e inexorablemente incapaz, incompetente e inútil. Lo más raro es que todavía haya tanta gente que deposita sus esperanzas en él, suponiendo que puede crear empleos, manejar empresas, darle despensas, crear infraestructura en un país en donde el 85 por ciento de la población no paga impuestos y rescatar a un campo que, con ejidos y CNC’s, tiene medio siglo de ser insalvable.

Las estadísticas demuestran que los niveles de impunidad en México alcanzan el 97 por ciento. Esto es, que un criminal tiene apenas un tres por ciento de probabilidades de purgar algún tipo de pena por sus faltas. O sea, es más fácil sacarse la lotería (aunque sea terminación) que acabar en la cárcel por un delito. Estando así las cosas, lo que extraña es que este país no se haya convertido en un reino de Calibán desde hace buen rato.

Sí, ciertamente este es el país de la impunidad. Por ello, habría que aprovechar lo poco de bueno que podemos sacar del vodevil en que se ha convertido nuestra vida pública y reflexionar sobre qué queremos hacer para crear una nación más justa, un país más… civilizado.

Y es que la civilización no se basa sólo en vestir de cierta manera y tener acceso a servicios como la electricidad (que sin Reforma Energética ni eso vamos a tener en unos años y para lo que le importa a nuestros políticos). Es una cuestión de saber vivir y convivir. De la existencia de una ética pública en que el sentido de la vergüenza y el ridículo juegan un papel fundamental. De un respeto tácito y explícito a ciertas reglas que se le aplican a todos. Si no entendemos eso, si nos hacemos locos, entonces resulta explicable la semibarbarie en que hemos caído… y seguiremos cayendo si no hacemos algo, y rápido.

Podemos hablar de una semicivilización mexicana donde hay leyes para todo, en donde se levanta una piedra y sale un abogado y en la que muchos principios elementales son ignorados por una buena parte del pópulo. En la que el desprecio por una regla elemental de convivencia y supervivencia como el no tirar basura es moneda de cambio común. En donde la ciudadanía (bueno, una parte) se moviliza con espíritu vindicativo no para exigir que el Estado cumpla su función básica, sino para (como ocurrió esta semana) impedirlo: esto es, para rescatar carros Onappafa, ilegales de toda ilegalidad y una cachetada para la ciudadanía que sí paga impuestos. En donde, si vemos a un agente de Tránsito inclinado sobre un automóvil detenido, todos sabemos qué está ocurriendo, pero el chiste es hacerlo despistadamente. En la que muchos se desgarran las vestiduras por la emigración de los paisanos y cómo son tratados en un país extranjero (y soberano), pero hacen todo lo posible por expulsarlos, impidiendo las reformas que les darían empleos y perspectivas. En donde, en fin, la forma es más importante que el fondo y resulta poco trascendente que muchos egresados de Universidad no sepan ni leer: lo fundamental es que los pobres esclavos que caerán en sus garras les digan “Licenciado”. Sí, por eso hablo de una semi-civilización: valores que sirven para dos cosas, principios que se defienden de dientes para afuera, leyes que se aplican de manera aleatoria y dependiendo de si se es líder sindical petrolero priista o de cuántos vagos (macheteros, pejefans, onappafos y otros por el estilo) pueden ser movilizados para asustar al Estado que en teoría debería aplicarlas. En ésas vivimos. Por ello la impunidad es una realidad siempre presente en nuestra cotidianidad. Y por eso estamos como estamos.

Como decía anteriormente Andrés López tuvo razón, pues, al asegurar que éste es el país de la impunidad. El problema (uno de ellos) es que su lógica (“Si todos son impunes, yo también debería serlo”) está bien para un niño de cinco años o un lesionado cerebral, no para quien quiere encabezar al Estado. Con otra: de nuevo, la querella, la pugna y el enfrentamiento se plantean de acuerdo a una serie de premisas que no se aplican a la realidad.

Y es que en un país civilizado, Andrés López habría desaparecido del mapa político desde hace un año, cuando se destapó la cloaca de Nico, Ímaz, Bejarano, Ponce y compañía. Como ya lo había comentado en este espacio hace meses: con ese personal, cualquiera con un centímetro cúbico de cerebro puede concluir que López o conocía el mugrero que había creado y del que se había rodeado y es un corrupto de siete suelas; o no lo conocía y por tanto es un incompetente talla King Kong. ¿Hay otra opción? No. Entonces, ¿para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? Pero ahí no para la cosa.

En un país civilizado, los medios de comunicación, de acuerdo a su responsabilidad social, hubieran exigido de manera unánime la renuncia del corrupto o inepto. ¿Qué pasó acá? La mayoría de los medios se dejó encandilar por un dicharachero madrugador (aunque no muy hábil con el idioma castellano), que tenía la enorme virtud de siempre “dar la nota”, inventar “complós” cada vez más descabellados, provocar controversias inútiles, pelearse a diario con medio mundo y así llenar espacio… ahorrándose el tener que analizar asuntos mucho más urgentes y de trascendencia que como nación nos cuestan e importan muchísimo más. Pero no: el folklore por encima de la responsabilidad, las ocho columnas escandalosas mejor que una discusión seria de por qué el mundo nos está pasando por encima. Nuestros medios han enseñado gacho el cobre a lo largo de todo este triste circo.

En un país civilizado, los medios y la clase política recordarían que el berenjenal en que nos hallamos fue creado no sólo por un Gobierno Federal torpe hasta la pared de enfrente (lo que es indiscutible, creo), sino por la soberbia de un tipo que se decía de Teflón y creyó que se saldría con la suya desafiando a la autoridad (como lo ha hecho toda su vida), desobedeciendo órdenes que no le hubiera costado nada acatar. Pero no, había que demostrar que el Rayito podía electrocutar mesiánicamente a quien se le pusiera enfrente. ¿Y ahora se queja? ¿No que era Indestructible?

En un país civilizado se hubiera considerado un insulto a la inteligencia (y provocado un torrente de carcajadas) toda la argumentación sobre la existencia del mentado “compló”, en el que participan Fox, Salinas, Diego, Creel, Martita, Juan Pablo II, Lavolpe, el Capitán Garfio, Hannibal Lecter y (sugerencia mía para enriquecer el elenco) Keyser Soze. Aquí ese galimatías ha sido tratado con tanta seriedad como si fuera la Tercera Ley de Newton y no una soberana estupidez engañabobos. Para colmo, pocos han visto que el verdadero “compló” del Innombrable es haberle impuesto a López, como su principal defensor y Caballero Andante a… Manuel Camacho Solís, regente en tiempos de Salinas y quien no fue su sucesor por un pelo (y eso que no le abundaban…). ¿Nadie le ha avisado a López de esa peligrosa conspiración? ¿O creerá que nadie se da cuenta de semejante hipocresía y doblez, como se han dejado pasar tantas cosas? Al parecer, confiar en la desmemoria del mexicano es una apuesta segura.

En fin: en un país civilizado, la izquierda aprovecharía esta oportunidad para modernizarse (siguiendo el ejemplo español o chileno), botar sus numerosos lastres, impulsar a su gente realmente valiosa (Amalia, Demetrio, ¡salven a su partido!) y dejar de una vez el automartirio como arma política que no los ha llevado a ningún lado… y que sólo daña al país.

Así pues, la ocasión se presta, más que nada, para plantearnos como nación si vamos a seguir en las mismas (no, más bien peor); o si, conscientes del futuro que se nos viene encima para aplastarnos, con espíritu patriota vamos a proponernos dejar atrás nuestras lacras… la impunidad prevalente, una de las más graves. Lo que, conociendo a los tripulantes de esa naufragante Nave de los Locos que es nuestro sistema político, no creo que se dé por ese lado. Pero, ¿y los demás? ¿Qué hacemos los demás? ¿ Dejarnos llevar por esta ópera bufa?

Consejo no pedido para civilizarse: si le quedó la duda de quién es Keyser Soze, es que tiene un alarmante hueco en su formación cinematográfica. Vea cuanto antes “Sospechosos comunes” (The usual suspects, 1995), una de las mejores películas de los últimos veinte años (cuando menos). Sirve que se distrae con un ejercicio mental inteligente. Provecho. Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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