La elección del Cardenal Joseph Ratzinger como nuevo Papa de la Iglesia Católica, disipa las dudas y las especulaciones suscitadas a partir de la muerte de Juan pablo II sobre la identidad del nuevo timonel de la Barca de Pedro. Esta circunstancia y la agilidad en la elección, permiten visualizar que el nuevo papa mantendrá el rumbo de su predecesor, en las aguas agitadas de la post modernidad.
Cuando Juan XXIII convocó a la celebración del Concilio Vaticano II, mucho se especuló sobre la posibilidad de que el esfuerzo encaminado a poner a la Iglesia en consonancia con los tiempos, la haría renunciar a su acervo tradicional en materia de fe y costumbres.
El trabajo para distinguir lo esencial de lo accidental y realizar la adaptación a la época de acuerdo a las necesidades de la humanidad del Tercer Milenio, ocasionó dolorosas tensiones en el seno de la Iglesia y generó una turbulencia que Karol Wojtila se encargó de afrontar de buen modo.
La idea central del Juan Pablo II a este respecto, fue la de establecer un equilibrio entre el respeto a la tradición de la Iglesia con la atención al hombre inmerso en un mundo cambiante, recurriendo al arcón de su experiencia milenaria que es para sus fieles y para todo hombre de buena voluntad, un tesoro de cosas nuevas y otras renovadas extraídas de su acervo maternal.
Como un giroscopio que conserva la vertical aunque el plano de sustentación varíe, la doctrina de la Iglesia en tiempos de Juan Pablo II enfrentó con claridad y firmeza el paganismo del mundo moderno, pero en un marco de caridad fraterna exento de arrebatados anatemas.
Sin embargo la tarea no ha concluido (nunca concluye), porque el espíritu la Iglesia se opone al espíritu del Mundo, habida cuenta que Cristo dejó a sus discípulos como trigo entre la cizaña, como sal de la tierra, luz en las tinieblas y levadura en medio de la masa, con la misión de animar las estructuras temporales para la redención de todo aquel que acepte su oferta de salvación.
Durante el pontificado de Juan Pablo II, el nuevo Papa se desempeñó como Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, que tiene como labor la salvaguarda de la ortodoxia. Como brazo fuerte de su predecesor, asumió las cuestiones relativas a la llamada teología de la liberación, los temas morales atinentes al aborto, la eutanasia, el divorcio y la manipulación genética entre otros.
Acompañó al anterior pontífice en su lucha por la Paz y en contra de la pobreza y la marginación, y en la denuncia de la tiranía de los regímenes totalitarios y de los excesos del capitalismo.
El nuevo Papa participó en la elaboración del catecismo vigente que combate el neopaganismo y sus frutos que se traducen entre otras novedades, en la preferencia de la calidad de vida material sobre la vida misma y en una obsesión por el consumo de cosas y el culto a la apariencia estética del cuerpo humano. Apoyó a su antecesor en la preparación de la encíclica Fe y Razón (Fides et ratio), que con el libro denominado Memoria e Identidad de Juan Pablo II, editado hace tres o cuatro meses, ofrece una crítica a la filosofía moderna iniciada con Renato Descartes.
De acuerdo a esta tesis, a partir del postulado cartesiano “pienso luego existo…”, la filosofía moderna se apartó del propósito de la filosofía ancestral cuyo objeto era el conocimiento de la esencia del ser, para transferir su centro de atención al hombre divorciado de su Creador. Lo anterior generó una ruptura en el seno de la filosofía, que dio origen a las corrientes racionalistas y relativistas que en la academia desembocaron en la “dictadura del relativismo” y en el plano social en el comunismo marxista leninista y el nacional socialismo, que bañaron en sangre a la humanidad del Siglo XX.
Al igual que Karol Wojtila, Joseph Ratzinger sufrió en carne propia la persecución y los horrores de la guerra, por lo que su firme defensa de la Fe no puede ser tildada de simple conservadurismo, atento a que se ha mantenido al margen de compromisos con los poderes de este mundo.
Una de las tareas que con mayor urgencia debe acometer la Iglesia Católica, es la de renovar la santidad del clero y las estructuras sacerdotales y religiosas, que son el sustento de su vocación salvífica.
Sin duda Joseph Ratzinger reconoce este reto y por ello no es casual que haya adoptado el nombre de Benedicto XVI, evocando a San Benito de Nursia, fundador de la Orden Benedictina, constructor del sistema monástico del occidente cristiano en el Siglo V de nuestra era, cuya obra renovada por San Bernardo seiscientos años más tarde, permanece y da frutos hasta nuestros días.
Pese a las enormes dificultades y la incomprensión que le esperan, es seguro que Benedicto XVI podrá con la cruz que el Espíritu Santo y sus compañeros Cardenales han echado sobre sus espaldas. Lo anterior porque como dijo con profunda humildad y fresca ironía en su primer saludo en la Plaza de San Pedro, “con mi elección, el Señor ha demostrado que puede trabajar con instrumentos insuficientes…”.
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