“No culpo a nadie. No voy a impugnar”.
Rubén Mendoza
En México nadie -o casi nadie- acepta perder una elección. Aquellos que son derrotados argumentan siempre haber sido víctimas de un fraude. Sus rivales son culpables de haber gastado más de lo permitido o de haber recibido apoyos del Gobierno o de haber comprado votos o de abiertamente haberse robado la elección. Un candidato perdedor nunca es uno responsable de la derrota.
En los países con democracias maduras hay también irregularidades electorales, pero los candidatos perdedores reconocen sus derrotas. Recordemos el caso de las elecciones de Estados Unidos en 2000. El entonces vicepresidente, el demócrata Al Gore, perdió la decisión en el colegio electoral pese a haber ganado el voto popular. En ese caso, además, había buenas razones para poner en tela de juicio el resultado en el estado, Florida, que le había dado la victoria a su rival, George W. Bush.
Gore peleó durante un tiempo la elección en los tribunales, pero cuando éstos determinaron que no se podía llevar a cabo el recuento de votos que él había solicitado en Florida, de inmediato reconoció su derrota y felicitó al vencedor. Hubo quienes lo criticaron por no seguir cuestionando la legitimidad de la elección, pero Gore señaló que su responsabilidad en la estabilidad política de su país lo obligaba a hacer el reconocimiento público de la victoria de Bush.
El 11 de marzo de 2004 una serie de dramáticos atentados terroristas mataron a casi 200 personas y dejaron a cientos de heridos en Madrid. Tres días después, el 14 de marzo, hubo elecciones generales. El Partido Popular (PP), que había gobernado España desde 1996 y que era favorecido por las encuestas, fue derrotado por el Partido Socialista Obrero Español. Los funcionarios del PP se quejaron de que los socialistas habían aprovechado el atentado para hacer campaña ilegalmente en los días de reflexión previos a la votación. Aun así, el candidato popular Mariano Rajoy reconoció el triunfo del socialista José Luis Rodríguez Zapatero.
En México, en contraste, son contados los casos en que un candidato perdedor reconoce haber perdido. Lo hizo Francisco Labastida el dos de julio de 2000, aunque quizá bajo presión del entonces presidente Ernesto Zedillo. Desde entonces la negativa a reconocer una derrota ha sido la regla. La única excepción la vimos este pasado domingo, cuando el panista Rubén Mendoza reconoció el triunfo del priista Enrique Peña Nieto en los comicios del Estado de México.
Podrá uno pensar lo que sea de Mendoza, pero no hay duda de que en su aceptación pública del resultado electoral mostró un valor poco común entre los políticos mexicanos. No se ocultó detrás de excusas y protestas. Señaló que no estaba de acuerdo con la decisión de los mexiquenses, pero que la respetaba.
Yeidckol Polevnsky y el PRD decidieron, por el contrario, seguir la ruta tradicional y desde el domingo anunciaron su decisión de no reconocer el triunfo de Peña Nieto. La candidata, de hecho, cuestionó la honestidad de los miembros del Instituto Electoral del Estado de México, a pesar de que fue el PRD el que presionó para que se reemplazara a los consejeros anteriores. Señaló, por otra parte, que el caso se llevaría hasta el Tribunal Electoral de la Federación porque no se les podía tener confianza a las autoridades electorales mexiquenses.
El PRD está pidiendo la anulación de los comicios en el Estado de México. No sorprende. Esto lo ha tratado de hacer en casi todos los procesos electorales que no ha ganado. En dos ocasiones, de hecho, consiguió la anulación: una vez en Tabasco y la otra en Colima. En los dos casos los procesos electorales se volvieron a llevar a cabo y en ambos volvió a triunfar el ganador original.
Me queda claro que hay ocasiones en que las irregularidades de una elección son de tal magnitud que es inevitable cuestionar el resultado. Pero el atribuir cualquier derrota a un fraude o un complot se ha convertido en un juego malsano. Hemos llegado al extremo de que incluso una elección como la del Estado de México, en que el candidato ganador tiene una ventaja de dos a uno sobre el segundo lugar, se lleva a los tribunales. Si fuera una conducta excepcional podría entenderse. Pero cuando se convierte en costumbre el daño que se le hace al país y al sistema electoral es enorme.
Por eso, por no caer en la actitud perversa de todos los perdedores, hay que ofrecerle un homenaje a Rubén Mendoza: el candidato que estuvo dispuesto a reconocer su derrota.
NAYARIT
El priista Ney González ganó la elección de Nayarit, pero por un margen muy inferior al que sugerían las encuestas previas. El candidato del PRD, Miguel Ángel Navarro, priista hasta febrero pasado, claramente hizo una buena campaña. Un poco más y hoy sería virtual ganador de los comicios. Bien haría González en tenderle puentes.