Si algo hemos aprendido en los últimos tiempos es que, en materia de fe y en materia política ya no somos los mismos: hay contacto directo entre Iglesia y fieles, y el Gobierno es y puede ser de otro color.
El dolor expresado por el mundo ante el fallecimiento de S.S. Juan Pablo II habla de la relevancia de su liderazgo y de la indudable supremacía del Pontífice por encima de cualquier otra autoridad humana; de la capacidad de convocatoria que ejerce, aun en la muerte, quien se manifestó hasta el último momento congruente y fiel a un ministerio en apariencia tambaleante. Habla del poder de la verdad, de la fuerza y la permanente búsqueda del bien y la justicia, encarnados en una persona (a pesar del escándalo que en su momento provocaron algunas de sus decisiones).
¡Qué diera cualquier jefe de Estado por que sus palabras, proyectos y acciones llegaran a una mínima parte de aquellos a quienes la presencia y palabras, pero sobre todo la vida y obra de Juan Pablo II tocaron para siempre!
Seguramente los medios masivos de difusión tuvieron que ver con esa imagen prístina que recibimos a partir de la elección del Papa, en 1979, porque lo hicieron una realidad para todo el mundo, registrando cada movimiento y cada acción que abiertamente, como nunca antes, eran destinados al pueblo creyente. Pero los mismos medios se encargan también de acercarnos las figuras de estadistas o aspirantes a gobernar -por mucho más tiempo y más intencionadamente-, y no por eso los convierten en el foco de las miradas y los corazones, como los convocados (en cuerpo o en espíritu) en la Basílica de San Pedro. Lo que pasa es que no se puede ser lo que no se es. Por mucho que hable de esperanza y por mucho que se autoidentifique como redentor de los oprimidos, el jefe de Gobierno del DF tiene tantas fallas en su haber que cualquier comparación, aun accidental con el Sumo Pontífice resulta absurda.
Supongo que, por una parte, aún en medio de la vorágine materialista y superficial que nos arrastra y a la que nos integramos cada vez con más facilidad, por naturaleza aspiramos a algo más profundo. Aunque arrinconado y reseco por las “cosas” que facilitan la existencia y por los placeres fugaces que disimulan nuestros vacíos, nuestro espíritu tiene sed de verdad, de humanidad, de fe.
¿Por qué no reaccionamos igual ante los líderes políticos, los artistas de moda o los atletas que suman el talento al atractivo visual? ¿Por qué no se agolpan en torno suyo multitudes de todas partes del mundo, como las que se unieron a orar por la salud de un anciano enfermo y débil, ahora que también los viejos han perdido “cartel”?
Sucede que tenemos hambre de verdad, y Juan Pablo II fue una verdad más llena de actos y experiencias que de arengas y discursos. De ahí su aceptación, el anhelo de sentirlo presente hasta el último minuto; de ahí la necesidad de rendirle homenaje, mostrarle respeto, exhibir el corazón, hecho lágrima o canción. Habló. Discutió actitudes y acciones que siempre fueron precedidas por la propia experiencia. Confesó una confianza sin límites en el Señor y la luz que irradiaba su mirada, ponía fin a cualquier duda que pudiera tener quien lo escuchaba. Congruente en todo momento, su palabra fue producto del estudio y la reflexión, pero sobre todo de la vivencia personal y la práctica en las obras.
Por eso no me quedaban dudas cuando escuchaba o leía al Papa. Y por eso me quedan tantas cuando oigo a López Obrador. De hecho me parece ridículo y absolutamente desproporcionado su reproche a los medios de difusión, respecto al tiempo concedido a divulgar los asuntos del Papa antes que los suyos. Creo que por una vez le falló la cabeza. Y digo por una vez, porque lo considero un hombre hábil, sagaz en extremo, inteligente y con un gran dominio de la psicología de masas, capaz de prever las consecuencias que cada gesto, palabra y pausa provocarán en quien lo escucha. Sin embargo, me parece que ahora sí “la regó”.
Desde mi punto de vista, AMLO es manipulador y mentiroso. La imagen que viene construyendo como líder de los pobres y defensor de las víctimas de la injusticia es una pose, tanto como el Tsuru viejito y los dos únicos trajes que, según afirma, posee y necesita (le he contado al menos diez). Tanto como su discurso a pausas, que cuando quiere se transforma en tarabilla, es pose y mentira su defensa de la Ley, pues promueve desacatos, desconoce a sus representantes y azuza a la gente a violar lo que no se acomoda a sus fines.
Con lentes de doble aumento para detectar pajas en ojos que no son los suyos, ignora olímpicamente las vigas que lo ciegan al reconocimiento del error propio: lo que es trampa en otros, en él es estrategia; el engaño ajeno en él es precaución; sus alianzas y el trabajo en equipo de su gente ya sabemos que son complots organizados por el enemigo para destruirlo. Los abusos del poder ajeno son en el suyo derecho legítimo. Las repeticiones que observó en los medios respecto al Papa, no consideran para nada sus diarias acusaciones al “innombrable”, omnipresente y ubicuo en su visión del Estado y de la vida nacional.
Y el tiempo y recursos dedicados cada día desde primerísima hora a una conferencia de prensa en la que, como en las telenovelas, casi nunca pasa nada, son su derecho, el mismo que niega y reclama a cualquiera que se le oponga. Lo mismo pasa con el tiempo de trabajo y Gobierno invertido en esta precampaña que ya parece eterna, reprochable en los funcionarios del Gobierno, que se desentienden de su chamba para preparar el camino de otra posible, pero no en AMLO, que puede dejar de atender las urgencias de la ciudad que gobierna, porque el suyo es un proyecto que lo vale.
Para hablar hoy mismo de la política nacional y del caso de López Obrador habría que hilar muy fino y revisar muchas variables que intervienen, tanto en la parte del tabasqueño como en la judicial y en la del Estado. No es mi intención. Estoy escuchando las réplicas a favor y en contra del desafuero y nada más confirmo lo dicho. Salvo pocas excepciones, las palabras de una y otra parte resultan tan vacías que no vale la pena comentarlas. Pero quiero recordarles a los defensores de AMLO (quien citó a la historia como la Gran Maestra), que una de las lecciones más repetidas a través del tiempo es que “la hebra se rompe por lo más delgado”, de manera que un pecado venial, lo mismo que uno grave, debe purgarse, aunque el momento no sea el mejor.
También destacó la megalomanía del jefe (anunciada ya al disputarle al Papa el espacio de transmisión) -y por extensión la de sus seguidores-, que en fantástica desproporción han decidido sustituir la imagen de Chucho el Roto, inicialmente asumida por su líder, por las de Luther King, Gandhi o Mandela, entre los extranjeros, o las de Juárez, Madero o Cárdenas, entre los nuestros. Francamente no se midieron. Si a la manipulación, el engaño sistemático y la ceguera personal se añade semejante soberbia, entonces sí que estamos fritos.
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