Juan se levanta todos los días cuando el Sol no se ha atrevido todavía a esparcir por la Tierra sus rayos. Con mucho cuidado de no despertar a nadie, se sienta en su cama y, contando los pasos llega al baño entre aquella oscuridad. Después de ducharse y de vestirse, Juan coge el bastón que lo ha hecho famoso y da un silbido a su perro que se estira y se sacude un poco para ver se así logra despertar. El día va a comenzar.
Juan sale de su departamento y saluda al portero de su edificio. Su perro feliz menea su cola y agradece a su amo el detalle de sacarlo a pasear. Es temprano y en ese día de invierno ni siquiera los pájaros han dado aún muestra de su existencia en la ciudad. Pero a Juan no le importa que aún esté todo en penumbras. Él ve en cada minuto la importancia de toda una vida y por ningún motivo lo desperdiciaría. Llega a la esquina de su casa y espera que un leve pitido le indique que puede cruzar la calle. Su perro, que conoce muy bien el camino, le indica a Juan por dónde ir. A Juan le gusta dejarse llevar por su mascota, pues piensa que los perros ven más cosas que los mismos hombres.
Juan acaricia a su perro y, mientras lo hace, de pronto alguien le grita: “¡hola Juan! Ya te tengo tu desayuno”. Juan sonríe y su perro mueve la cola pues sabe que su dueño siempre le comparte un pedazo de churro mojado de chocolate calientito. Cuando Juan termina, saca de su bolso un par de monedas, las justas para pagar lo consumido, y se despide de su amiga que todos los días le sirve el desayuno.
Con la panza llena y el corazón contento, Juan y su perro siguen su camino y llegan por fin al lugar indicado. Lo difícil comienza. Con su bastón trata de reconocer las características del terreno. ¿Hay una pared? ¿Acaso están ya los escalones? Esas preguntas desfilan por la mente de Juan y, segundos después, se decide a dar el primer paso. Baja con cuidado los escalones, pues cualquier tropezón puede ser fatal. Por fin llega a terreno plano, lo demás es muy sencillo para Juan y su mascota que conocen perfectamente cada rincón de esa estación del Metro.
Se sube en uno de los vagones y una seductora voz femenina le indica por cuáles estaciones va pasando. Cuando escucha “próxima estación: Banco de España”, acaricia a su perro, como diciéndole que debe estar alerta. Al salir de la estación del Metro, Juan escucha muchas voces. El resto de los madrileños han despertado ya y se dirigen a sus respectivos trabajos. Entre ese desfile interminable de personas, Juan y su perro se abren paso entre la gente y llegan por fin al lugar de trabajo.
Juan vende lotería y, además, tiene la fama de haber vendido en más de una ocasión los boletos con el premio “gordo”. Eso hace que Juan sea famoso y todos los días no falta quien le compre los billetes. A pesar que Juan es invidente, nadie se atreve a pagarle menos dinero del que corresponde. Y, aunque muchos ni siquiera se lo imaginan, Juan sabe distinguir perfectamente entre los distintos billetes que le dan, identificándolos principalmente por su tamaño.
Cuando llegué a Madrid conocí a Juan y a su perro cuando le compré un billete de la famosa Lotería de la Navidad. Debo confesar que en toda la plática que tuve con Juan nunca me di cuenta que era invidente, pues manejaba su negocio con tanta maestría, que de seguro yo lo hubiera hecho peor. Sin embargo, al ver su alargado bastón y su perro, mi admiración hacia Juan fue muy grande. Hoy siempre que paso por donde vende su lotería lo saludo y siempre me reconoce y me grita: “¡ya cómprame algo, mexicano! ¡Tus saludos no me dan de comer!”. Después se ríe y yo también me río y pienso que en nuestra ciudad muchos invidentes no pueden llevar una vida similar a la de Juan.
Es tiempo ya de que nuestros gobernantes se obliguen a ellos mismos y a los dueños de edificios y comercios, a elaborar los ajustes suficientes para que las personas con capacidades diferentes no se vean forzadas a permanecer en su casa.
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