El hombre parece un soldado. Está vestido como soldado, armado como soldado. Tiene la actitud de un soldado. Las cicatrices en su rostro sugieren un pasado de guerra. Fue un soldado. Quiere volver a serlo.
No está en Afganistán ni en Irak. Tampoco en un centro de entrenamiento de marines. Está en la frontera de Estados Unidos con México, en la región llamada Campo, en California, apenas a una hora de San Diego.
Es la media noche. Los integrantes de California Minute Man, ex policías y veteranos de guerra que se han propuesto vigilar la frontera para impedir el paso de indocumentados, y los miembros de los grupos de civiles que se les oponen intercambian luces. Mensajes silenciosos. Un cielo insólito, saturado de estrellas, luce indiferente. La vegetación cubre desordenada y parcialmente la zona. Un ruido intermitente de grillos completa el escenario. Hay una sensación de soledad y desamparo. Por áreas como ésta cruzan los migrantes, la respiración en suspenso, el miedo en las venas, el sueño en la sangre.
Y aquí está el soldado. A diferencia de sus compañeros, que se ocultan entre los matorrales, dormitan en sus automóviles o lanzan las luces de sus lámparas desde la distancia, el soldado se acerca.
Saluda. Acepta conversar.
Una cinta en la frente, un rifle en la espalda, una pistola al cinturón militar. Habituado a los filmes estadounidenses, uno puede imaginar un cuchillo atado a su pantorrilla.
Dice estar allí para defender a la patria. De qué. De terroristas, de traficantes de drogas, de indocumentados. ¿En ese orden? En ese orden. Se le pregunta si de veras cree que por allí entran los terroristas a Estados Unidos. Dice que está allí para evitarlo.
Qué quiere lograr. Que su presidente, George W. Bush, se dé cuenta de que no está haciendo lo necesario para impedir la entrada de ilegales. Por qué las armas, para qué. Dice estar previniendo ataques. Una bomba en San Diego y docenas de personas inocentes morirían.
¿Es esa la forma más efectiva de resolver el fenómeno migratorio? No, pero él está allí para hacer su trabajo. Dice tener treinta horas sin dormir. Simula el orgullo que le genera su sacrificio. Lo dice como soldado. Treinta horas sin dormir.
Se puede pensar que de joven aprendió a pelear y que extraña la guerra. Por eso juega a ella. Pero es un juego peligroso. Hay tal identificación con la salvación de la patria, tal convicción de su aportación al bienestar estadounidense, es tal el dogma que asoma en sus palabras y actitudes, que uno se pregunta cómo es que no hay más incidentes de violencia en la frontera.
Como él, más voluntarios vigilaron desde el 16 de julio hasta el siete de agosto la frontera en la región de Campo, California. Como McArthur, volverán. Ya se prepara otro proyecto Minute Man para el 17 de septiembre en esa misma zona, y otro durante octubre que se extenderá a Texas, Nuevo México, Arizona y California.
Los operativos podrán ser solamente recursos publicitarios de hombres en busca de una notoriedad que anhelan; o inocuos juegos de nostalgia; o válvulas de escape del tedio. Pero a la vez son fuego y, como el fuego, pueden eventualmente escapar del control incluso de quienes los promueven, los alientan o los toleran.
Nada se sabe aún de los agresores de los mexicanos que resultaron heridos en la madrugada del sábado 23 de julio. Y es probable que nada se sepa. Las autoridades de ambos lados de la frontera, más allá de cualquier investigación, señalan que quienes dispararon no eran miembros de Minute Man. Pero al margen de que lo hayan sido o no, la indiferencia de las autoridades estadounidenses y mexicanas es un aval de la impunidad. Es otra forma de suscribir como válida la agresión a los migrantes. Habrá a quien le parezca una afirmación exagerada, pero el mensaje de la apatía oficial es que disparar a un indocumentado no es delito. Los dos mexicanos heridos con arma de fuego, las agresiones sin castigo y la indiferencia de las autoridades son el preámbulo de las dos próximas ediciones del Proyecto Minute Man. Nadie puede asegurar que serán incruentas. Tampoco nadie parece hacerse cargo de ello. Tan indeseable como posible, el germen de la violencia se acuna en la frontera.