A una semana del segundo y más violento azote del huracán Katrina a las costas del sureste estadounidense, la devastación aún no ha podido ser cuantificada ni asimilada en su totalidad. La cifra de los muertos crece cada día al igual que la expectativa, los heridos y damnificados se cuentan por decenas de miles y los daños materiales sobrepasan los cien mil millones de dólares. Sin duda, es la peor catástrofe en la historia del vecino país del norte.
Las escenas transmitidas por la televisión norteamericana y las fotos enviadas por las diferentes agencias internacionales, impactan: gente muerta en las calles ante la mirada atónita de los sobrevivientes; hijos que buscan a sus padres; padres que buscan a sus hijos; gente robando, disparando, abriéndose paso entre las aguas y los escombros.
Ver a Nueva Orleans, la otrora alegre y viva ?Capital del Jazz?, sumergida en el caos y la desesperación, duele. Duele el sufrimiento que la población, en su mayoría afroamericana, padece; duele ver que la ayuda enviada es, hasta el momento, insuficiente, y duele también percibir la vulnerabilidad del ser humano frente al embate implacable de la naturaleza, a la cual, ni siquiera la primera potencia mundial puede hacer frente con toda su riqueza, con todo su poderío, con todos sus recursos.
Como si fuera un país del llamado tercer mundo, hoy Estados Unidos recibe la ayuda de muchos países, incluyendo Cuba, quien ha puesto a disposición de los estados afectados alrededor de mil médicos. El Gobierno de George W. Bush se ha visto rebasado y las críticas por su lenta reacción lo han puesto en evidencia.
La catástrofe deja una lección valiosísima de solidaridad entre los pueblos del orbe, pero también una lección de humildad frente al poder de la naturaleza, la cual, enseña hoy a la humanidad que ninguna nación, por poderosa que sea o por soberbio que sea su Gobierno, es inmune a su furia.
