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La buena o la mala suerte/Hora Cero

Roberto Orozco Melo

El último día del año una persona me dijo: “Los años nones son más afortunados que los años pares”. La frase me puso a pensar en cómo fui tratado por la vida en unos y otros casos; pero caí en la cuenta que la existencia ha sido muy buena conmigo, y con los míos, independientemente de los guarismos terminales de cada nuevo año. No siempre sucedieron los infortunios en años pares, ni las bienaventuranzas esperaron a los años nones.

No creo que Dios, o la buena y la mala suerte, se pongan a distribuir en estancos periódicos las desgracias y los dones que recibimos los seres humanos. Lo que nos sucede en la vida son hechos accidentales. Sobrevienen dos o tres actos circunstanciales y la casualidad se encarga de concatenarlos con resultados positivos o negativos. Igual podría pasar que nos cayera encima una caja fuerte al transitar una calle, o que encontráramos en la banqueta un billete de lotería que luego obtuviera el premio mayor.

Parte de la idiosincrasia de los mexicanos es que ponemos nuestra vida bajo el arbitrio de la buena fortuna. Dicen algunos estudiantes: ¡Qué suerte, aprobamos! mas no fue suerte, simplemente se aplicaron al estudio durante el año y todavía repasaron cada materia en los días previos al examen. O al revés: ¡Chín, qué horrible suerte, me reprobaron, pero ignoran paladinamente su inasistencia a clases durante todo el curso, sin siquiera machetear en el último momento.

Los políticos, fauna que aparece antes de cada elección, suelen atribuir milagros a la buena o a la mala suerte. En el reciente pretérito constituía todo un golpe de fortuna haber conocido y cultivado la amistad de un funcionario público de polendas que les ayudara a trepar los escaños del poder federal, lo cual se interpretaba como un hecho afortunado; pero a otros les hizo daño carecer de grúa o agarradera que los impulsara hacia los cargos anhelados, no obstante que estaban bien capacitados. ¿Buena o mala suerte? Para nada, simples consecuencias de un sistema viciado.

Hace doce años nadie habría apostado a que en el año 2000 iba a triunfar un candidato de oposición para la Presidencia de la República y que en 2006 iban a haber tres partidos políticos con posibilidades de competir decorosamente por ese cargo, el más alto y honroso de la nación. Lo sucedido en el primer año del siglo XXI resultó sorprendente, pues el PRI fue derrotado en elecciones legales, tranquilas y democráticas y lo más asombroso es que fueron aceptadas y asumidas sin controversia por el entonces priista jefe del Poder Ejecutivo Federal, Ernesto Zedillo.

¿Fue buena o mala fortuna para Fox el triunfo electoral? Creo que desde el primer instante empezó a lamentar haber abierto aquella tremenda caja de Pandora que es el poder público, sin haberse entrenado en el manejo del maremágnum de problemas y conflictos normales en cualquier administración. Y aún me pregunto si ahora, en los momentos previos a la renovación constitucional de la Presidencia de la República, no evocará Fox con nostalgia la pérdida de muchas de las facultades para -constitucionales que antaño tenía la institución presidencial-. “Cuántos disgustos, muinas y desavenencias nos habríamos ahorrado, Martita” podría confesar a su cónyuge don Vicente.

Hoy día, cuando se piensa en elecciones, nadie imagina hechos de violencia.

Los comicios públicos se han convertido en actos de civilidad, salvo casos muy contados en que contienden, al paralelo, presidencias municipales, regidurías y sindicaturas las cuales suelen desatar pasiones incontrolables, especialmente en los estados del centro y del sur de la República. Por lo demás, desde que funciona el Instituto Federal Electoral y sus organismos homólogos estatales los ciudadanos tienen bien garantizada la vigilancia de los procesos mediante observadores imparciales; la legalidad y la equidad de los comicios, la correcta solución de conflictos e irregularidades en los tribunales electorales y la información fluida y expedita de los resultados.

Los partidos y los políticos que le echan la culpa a la mala suerte forman un escándalo para salir beneficiados en la bola.

Los políticos ya no piensan en el poder público como fuente de inagotable felicidad; por el contrario bien saben los aspirantes a los cargos de elección que además de los méritos de Ley para participar en las elecciones, requieren poseer virtudes personales evaluables por un electorado inteligente: carisma, conocimiento de los problemas del Estado y del país, capacidad para escuchar las demandas sentidas de la población, para valorar justamente cada petición y sabiduría para responder con pertinencia y atención, tal y como lo merecen los ciudadanos. Por otra parte es natural que quienes pierdan los comicios bailen todos los zapateados de la muína.

Años nones, años de dones: ¿Usted cree en ello?

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