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La ciudad de la esperanza/Las laguneras opinan...

Mussy Urow

No hay duda que los viajes ilustran. De regreso, siempre llegamos hablando maravillas y bellezas de los lugares visitados o bien, comparando y criticando nuestras carencias, lo que nos gustaría tener y envidiando lo que hay en otras partes. Y aún cuando sean desde Torreón a la Ciudad de México, además de ilustrarnos, los viajes deberían hacernos conscientes de lo que sí tenemos, apreciar y valorar lo que aún conservamos.

Por ejemplo la capital de nuestro país, una de las más grandes metrópolis del mundo, independientemente del motivo por el que la visitamos, ya sea de negocios, en plan de turistas provincianos o de visita a la familia, siempre regresamos agradecidos al terruño lagunero. Por lo menos ése es mi caso. Después de pasar unos días con mis hijos y nietos y visitar a mis padres, la alegría de verlos, convivir con ellos y saber que están bien, compensa los sentimientos de angustia y temor que invariablemente me provoca la gran ciudad.

Yo soy de pueblo chico, crecí y me eduqué en ciudades pequeñas; mi etapa de adulta ha transcurrido, hasta el día de hoy, en este desértico rincón del norte mexicano, aclarando que lo de desértico se refiere única y exclusivamente a la geografía, porque es en el aspecto humano donde reside el auténtico valor de este lugar al que queremos tanto los laguneros. Ese valor ha estado siempre en la gente, pujante, trabajadora, pero sobre todo cálida, hospitalaria y generosa. Así veo yo a Torreón y aun los cerros pelones y la aridez del paisaje me parecen hermosos, porque para cualquier lado que se mire, siempre vemos el cielo abierto y despejado, noches estrelladas y una luna llena (cuando la hay) que ilumina intensamente.

Este panorama físico siempre ha hecho que la vida me parezca menos difícil, porque a pesar de las dificultades naturales que todos tenemos, con sólo voltear para arriba y ver la claridad del día en un cielo casi siempre azul, los problemas tienden a diluirse.

Durante nuestra última y reciente visita a la Ciudad de México, tuve oportunidad de contrastar diferentes aspectos. Podría pensarse que estoy comparando toronjas con canicas, pero no: en las dos ciudades se vive, los niños van a la escuela, la gente trabaja y la vida se encadena en los ritos diarios. La diferencia está en cómo se vive en cada una.

De las cosas que más impactan es la contaminación visual. En la Ciudad de México es una proeza desentenderse de los anuncios y espectaculares que asaltan y agreden desde todos los ángulos posibles: voluptuosas modelos que anuncian ropa íntima con “eslogans” cada vez más atrevidos; en este momento, Antonio Banderas y Catherine Zeta-Jones, azotando un enorme látigo en la promoción de “El Zorro” o el nuevo producto comercial que todos los niños de México querrán adoptar en las próximas semanas: el pollito con lentes de “Chicken Little”. Y eso sin mencionar las gigantescas fotografías de Marcelo Ebrard, que aparecen una tras otra, tras otra, tras otra a lo largo de avenidas, calzadas, periférico, ejes viales y viaducto. ¡Qué diferencia con nuestros cerros pelones recortados en el horizonte!

El tráfico y la agresividad de los conductores (mientras más caro el vehículo más prepotentes) son otra constante en la ciudad. Por eso, en este viaje, mi esposo y yo decidimos utilizar el Metro para visitar a mi Tía Dina, que tiene una cafetería justo frente al ahora Teatro Metropolitan, en la avenida Independencia, a una cuadra de donde estaba el hotel Alameda: en el mero, mero centro del De Efe. Fue una aventura temible, definitivamente cosmopolita y muy reveladora. Una cosa es transportarse en coche particular (sea rentado, propio o en taxi) con todos los inconvenientes o ventajas que ello conlleva y otra muy diferente hacerlo en el Metro, como lo hacen diariamente millones y millones de mexicanos que trabajan y viven en la mal llamada “Ciudad de la Esperanza”. Aquí en Torreón, hasta los trabajadores más humildes pueden aún transportarse, independientemente, en una bicicleta.

Nuestra aventura del Metro inicia en la estación del Auditorio Nacional, donde nos parece conveniente dejar estacionado el coche, a pesar que todos los espacios, como en casi cualquier punto de la ciudad, son territorio controlado y vigilado por “cuidadores-propietarios” que los administran. Uno de ellos nos “aprueba” y decidimos confiar en él.

Nos internamos por la boca de escalinatas del Metro, descendemos, descendemos, descendemos hasta ubicar los planos, decidir las líneas y concordancias para llegar a nuestro objetivo. Más escaleras, multitud enajenada que sube, baja y corre, seguimos bajando. Me asalta un conato de claustrofobia en las entrañas de la gran ciudad, pero me tranquiliza pensar que en algún momento, subiremos de regreso y calculo que habremos bajado y subido el equivalente a dos veces la Pirámide de la Luna. Todo está bien señalado y más o menos limpio. En el sube y baja, apretando la bolsa como si fuera la vida, descubro una ranura en el suelo que corre constante y paralela a la pared: es una guía para el bastón de los invidentes. ¡Bien! Otro descubrimiento: para viajar en el Metro se requiere muy buena condición física. Fotografías monumentales del Metro en otras ciudades del mundo cubren las paredes.

Llegamos al andén y abordamos el Metro. De pronto aparece en nuestro abarrotado vagón un hombre con una enorme mochila colgada sobre el pecho y se escucha la voz potente de Plácido Domingo: es un vendedor de CD’s piratas; en la mochila carga un reproductor y equipo de sonido; aparece otro que ofrece discos de los “Kumbia Kings”: todos a diez pesos el disco. La gente los ignora, son parte del ambiente. Aparece otra persona que va narrando sus desgracias y necesidades personales, solicitando ayuda de los pasajeros. La mayoría de la gente va dormida, oyendo su propia música o leyendo.

No hay duda: el Metro es eficiente. Lo que no puedo confirmar es si es suficiente. Ante esta cantidad de seres humanos nada parece serlo.

Al salir de nuevo al nivel de la calle (sin aire en los pulmones, después de ascender la Pirámide de la Luna, y para colmo, en la estación equivocada, pues bajamos en Balderas y debió ser en Juárez) y caminamos durante seis largas cuadras, asaltados por diversos olores, desde basura podrida hasta aceite quemado, de los cientos de puestos que invaden y comparten las banquetas con otros tantos cientos de vendedores ambulantes, que promueven, fomentan y apoyan la economía china.

En la Ciudad de México hay demasiada gente, tanta, que el desapego, aislamiento e individualismo son una constante. En casi todas las empresas, edificios de departamentos, escuelas y hasta en algunos templos, hay que pasar por un interrogatorio, dejar algún documento de identificación, firmar, esperar a que nos den el visto bueno y entonces, se abren las puertas. Difícilmente puede asociarse esta dinámica de vida con el nombre de la Ciudad de la Esperanza.

Torreón está en un proceso de crecimiento: demográfico, comercial, cultural e industrial. Ya estamos en el itinerario de artistas internacionales y de espectáculos para los que antes no había un espacio adecuado. El incremento de escuelas y universidades nos coloca en una posición importante a nivel nacional. La oferta de nuevos fraccionamientos y centros comerciales indica que hay un mercado con capacidad económica suficiente. Señales de expansión y prosperidad. Sin embargo, todavía estamos lejos de un Monterrey, Guadalajara, Puebla, Distrito Federal.

En Torreón todavía son palpables algunas características que han distinguido a nuestra región a nivel nacional: gente de esfuerzo, sencilla, tranquila, emprendedora, pero sobre todo amable, generosa y solidaria.

Los laguneros tenemos muchas cosas por las que sentirnos orgullosos y agradecidos: no estamos cerca del mar ni del paso de huracanes; tampoco estamos sobre alguna falla tectónica, lejos de terremotos y erupciones volcánicas. La única queja podrían ser nuestras famosas “tolvaneras” ¿pero quién es incapaz de sacudir y barrer varias veces al día durante una pequeña temporada del año?

La calidad de vida que aún tenemos en Torreón no tiene punto de comparación con la de la Ciudad de México. Esto es invaluable y es importante conservar esa diferencia.

El crecimiento y la modernización no tendrían que modificar el carácter sencillo y gentil de los laguneros. Pero parece que ése es un deseo medio romántico. Me entristece observar que a medida que crece la ciudad, lo que nos distinguió se va perdiendo, en una carrera desenfrenada hacia algo que nadie puede definir con claridad.

Me entristece pensar también que algún día, no muy lejos de hoy, el equilibrio entre el paisaje árido y la sencillez de los laguneros va a ir desapareciendo y entonces, al regresar de un viaje, ya no sentiremos esa paz agradable y dulce que nos recibe al volver.

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