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La Crucifixión

Gilberto Serna

No podía conciliar el sueño, en cambio su mujer dormía a pierna suelta en la habitación de al lado. Eran las tres de la mañana, en el exterior se escuchaban los cuchicheos de los guardias, atentos a las pantallas de los aparatos electrónicos, que vigilaban día y noche los amplios jardines y avenidas interiores de la residencia. Había probado las pastillas que le llevó su médico pero no obstante la vigilia lo atenazaba. Eran tantos los problemas; cada cual amenazando con hacer crisis en el momento menos esperado. Desde hacía algunas horas el tema que le daba vueltas a la cabeza, es ¿qué pasaría si, pese a las advertencias de la afro-americana, él se echaba para atrás? En lo personal eso no hubiera sido motivo de desvelo si el pudiera sacudírselo. Lo había intentado, Dios sabía que sí. Se había refugiado en el servilismo de otros hombres que traían ideas fijas, a los que les convenía quitarse de encima la popularidad que mellaba sus propias ambiciones. De nada le sirvió. En este país las paredes oyen por lo que se supo del efugio apenas los hombres se habían puesto de acuerdo en la encerrona.

No había de otra. Estaba agradecido con la participación de los grupos más radicales de norlandia que cuatro años atrás habían allanado todos los obstáculos para que él llegara. No podía fallarles. Lo peor es que, de lo mucho que les prometió, poco había cumplido. En la mayoría de los casos tenía la disculpa de que los buenos samaritanos, por oscuros motivos se oponían a sus iniciativas. No era suficiente pero, después de todo, ¿qué querían que hiciera? No estaba en su carácter avanzar con espadas y lanzas arremetiendo contra el enemigo. Le parecía más fácil, para ejemplarizar su buena disposición, acabar con la amenaza de ese hombrecillo de izquierda que acostumbraba tragarse las eses substituyéndolas con una jota. Habría ruidosas protestas le decían sus asesores, calculaban por una semana cuanto más, después nadie se ocuparía del asunto. Quizá -pensó- rodearían la mansión que ocupaba y de seguro escandalizarían en las plazas de todos los rumbos. Estaba convencido de que pronto se cansarían, era cuestión de tiempo. Él, como Pilatos, se lavaría las manos en una jofaina, secándose con primorosa, costosa y afelpada toalla.

En medio de un alboroto, se oían voces airadas, el grueso tronco de un enorme encino serviría para el propósito, le pondrían un alto a quien con sus locas doctrinas levantaba los ánimos diciéndose redentor de los ancianos. Había tenido el populacho la oportunidad de salvar a aquel hombre que desvariaba retando la autoridad del Herodes Antipas pero, cuando se lo propusieron al populacho, no quisieron canjearlo por iniciativas que tacharon de barrabasadas. En sus geniales disparates decía que su reino estaba en un segundo piso. Había logrado resucitar a Nicodemus, que políticamente parecía muerto, era el que llevaba las bridas de su jumento. El fango que le arrojaron no sirvió para que Cuau recobrara la vista, seguía dando tumbos aferrándose a un pasado glamoroso; ni modo, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Dos de sus discípulos habían golpeado su credibilidad, ladrones con los que no tendría que compartir su gólgota, uno jugando dineros públicos en las vegas de Sodoma y Gomorra y otro sorprendido cuando guardaba en su talego fajos de billetes verdes de los que no se sabía origen lícito. Supo multiplicar sus votos cuando se negó a pagar a simuladores en el paraje de San Juan.

Bien, no hay la más mínima comparación espiritual, ni es mi intención asimilar figuras. Aprovecho la semana mayor para encontrar puntos de coincidencia en un ensayo puramente literario. El principal aspecto, que me dio la pauta para escribir sobre este tema, es la injusticia que observo en ambos casos. Sigamos adelante, pues está a punto de caer el telón en este drama de crucifixión moderna. De súbito, se dio cuenta de que había dormitado un poco, soñaba feliz que aun gozaba de su soltería. Se estiró, cuan largo era, y retirando las sábanas de seda, bordadas con hilos de oro, se levantó de la cama. Miró al lado, notando que el aposento contiguo estaba vacío. Un recado sujeto con un alfiler decía: quedé de verme con Espino; de paso, te aviso, compraré un martillo que ahora me hace falta, todos en el partido traen el suyo, las escarpias las tengo desde que planeamos el desafuero. Posdata: creo que ahora sí tendrás que irte al rancho tú solito. Besos. No tenía firma, ni falta que hacía. Lanzó un hondo suspiro y se dijo: que mujer, ¡carambas!, que mujer.

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