A mediados de este mes se realizó la reunión de primavera del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en la ciudad de Washington. En ella, como es costumbre, estuvieron presentes los ministros de finanzas y los banqueros centrales de las principales economías del mundo para evaluar la situación económica y su derrotero inmediato, así como discutir las acciones necesarias para lograr un crecimiento sano y sostenido. Veamos algunos de los mensajes principales que se derivan de esa reunión.
La preocupación principal en las declaraciones de los funcionarios financieros a los medios de comunicación fue el precio del petróleo, pero no fue suficiente para modificar substancialmente las perspectivas del Fondo Monetario Internacional dadas a conocer el 13 de abril, que muestran un crecimiento para la economía global de 4.3 por ciento en 2005, menor al del año pasado pero todavía por encima de la tendencia de los últimos años, a pesar de que según sus economistas, el mundo necesita acostumbrarse a un “trastorno petrolero permanente”.
La amenaza del petróleo puede ser más tangible en la medida que el precio se sostenga por mucho tiempo en sus niveles actuales, o peor aún, se eleve todavía más. Pocos dudan que los precios del crudo serán substancialmente mayores en el futuro de lo que fueron en la década pasada. Hay varios factores que contribuyen a ello. Por un lado, el crecimiento acelerado de China y Estados Unidos, y por otro, un lento incremento de la oferta mundial de crudo. No obstante, la opinión de muchos economistas es que el precio de los hidrocarburos no es el problema económico mundial más apremiante.
La debilidad más seria está en la expansión desequilibrada de la economía mundial. Por un lado, el desempeño vigoroso de China y Estados Unidos, y por el otro la atonía que caracteriza a Europa occidental y Japón. Esta polarización exagera las de por sí amplias brechas externas de las distintas regiones, en particular el creciente déficit comercial y de cuenta corriente de Estados Unidos, que necesita para financiarse cada vez cantidades mayores de recursos del exterior.
El lunes Everardo Elizondo abordó en su columna de esta sección el tema del déficit de cuenta corriente estadounidense, mostrando su evolución en el tiempo y señalando las posibles repercusiones de una corrección abrupta y repentina del mismo, no sólo sobre México sino también sobre la economía mundial. El considera que “la creciente integración de los mercados mundiales de bienes y de capitales le concede a los Estados Unidos un amplio margen de maniobra adicional”. Reconoce, sin embargo, que el riesgo no es trivial, pero pone en duda su inminencia. Termina advirtiendo que la preocupación tiene bases suficientes, pero que “nadie sabe en definitiva si su ajuste ya se ha iniciado...y mucho menos si será suave o abrupto.”
La postura de Everardo refleja la de la gran mayoría de los economistas, en cuanto que habrá una corrección del desequilibrio existente en Estados Unidos, y la esperanza de muchos (incluido un servidor) de que sea paulatina y ordenada. De hecho, The Economist Global Agenda reconoce que “los escenarios apocalípticos de un desplome del dólar o de un aterrizaje forzoso para la economía estadounidense no se vislumbran”.
Esto se debe, en gran parte, a que Estados Unidos sigue atrayendo capital externo, no sólo de los bancos centrales de Asia, sino también de los países exportadores de petróleo, entre los que se encuentra Rusia, cuyas reservas rebasan los 130 mil millones de dólares. Muchos de los países petroleros siguen invirtiendo en activos financieros estadounidenses, lo que ha fortalecido al dólar en lo que va del año y, más importante aún, mantiene sorprendentemente bajas las tasas de interés de largo plazo.
Una visión integral de este asunto requiere, sin embargo, una gran dosis de humildad profesional y aceptar que al hablar de la forma en que se dará la corrección del déficit fiscal y externo de Estados Unidos, para todo fin práctico, la moneda está en el aire.
El diagnóstico es claro y ha estado ahí por un buen tiempo, pero un ajuste suave de esos desequilibrios requiere que muchas cosas salgan bien, no sólo dentro de Estados Unidos donde sin colapsar al dólar y debilitar demasiado a la economía tendrán que aumentar impuestos, reducir gasto y elevar el ahorro de los particulares; si no también en Europa y Japón que necesitan instrumentar reformas profundas que los saquen en definitiva del marasmo económico en el que se encuentran desde hace más de una década. Hay necesidad, además, de una apreciación de muchas monedas asiáticas, en especial el yuan chino.
La tarea no es sencilla. Por una parte, los órdenes de magnitud involucrados para una corrección “sin dolor” de los desequilibrios estadounidenses son impresionantes. Por ejemplo, el déficit de cuenta corriente estadounidense será muy probablemente superior al 6 por ciento de su Producto Interno Bruto, lo que equivale a sostener, contra viento y marea, un flujo de ahorro externo de esa magnitud. En naciones emergentes como la nuestra cifras de ese nivel han detonado invariablemente una crisis financiera.
Por otra parte, las reformas estructurales en las naciones europeas no ocurren porque sus políticos carecen de la voluntad política para realizarlas. Prefieren adoptar la posición cómoda de la complacencia, fincando su raquítico crecimiento en el consumidor estadounidense y culpando de sus males a un factor externo como el precio del petróleo. En estas condiciones la pregunta relevante es ¿Qué pasará si, como parece probable, continúan creciendo los desequilibrios globales y nadie hace nada para corregirlos? Uno no necesita ser adivino (o economista) para predecir que, eventualmente, tendremos un serio problema económico global.