Desde 2003 y hasta los primeros meses de este año el peso mexicano tendió a debilitarse frente al dólar. Al inicio de 2005 la mayoría de los pronósticos lo colocaban cerca de los doce pesos para cierre de año. Pero el final de la primavera y el verano le han dado un nuevo vigor a nuestra divisa. Este no es un fenómeno aislado, ya que otras monedas de países emergentes, como es el caso de Brasil, también registran una inusual fortaleza frente a la divisa estadounidense, a pesar de que no cuentan con petróleo o el beneficio de las remesas.
La apreciación de nuestras monedas está muy estrechamente ligada con el diferencial de tasas de interés entre los instrumentos de deuda en Estados Unidos y los que existen en moneda local en México y Brasil. Los administradores de fondos de inversión de las naciones desarrolladas han estado diversificando sus carteras ante los magros rendimientos financieros de sus economías.
El atractivo de nuestros países aumenta ante el enigmático descenso de las tasas de largo plazo en Estados Unidos. En efecto, a pesar de que la Reserva Federal ha elevado su tasa de referencia en más de dos puntos porcentuales, el bono de diez años ha registrado un descenso de más de medio punto porcentual en el mismo lapso.
Los bajos niveles de las tasas de interés y la curva aplanada de rendimientos en los países desarrollados hacen que los participantes en los mercados financieros internacionales se desplacen hacia inversiones más complejas y de mayor riesgo, en busca de mejores rendimientos. Ello explica no sólo el uso de instrumentos más complejos en las economías desarrolladas sino el atractivo de los bonos en deuda local de los países emergentes.
El capital internacional se aventura en estos países porque la gran mayoría han corregido sus desequilibrios fiscal y externo, así como acumulado un monto importante de reservas de divisas. Esto propició que las agencias calificadoras de riesgo mejoren su opinión sobre el perfil crediticio de naciones como México, lo que ha hecho que los bonos en moneda local de países emergentes registren la mayor popularidad de su historia. Esto es cierto aún para Argentina, que repudió recientemente una parte substancial de su deuda externa.
Los inversionistas internacionales que han puesto su dinero en moneda local de países como México y Brasil han obtenido no sólo importantes rendimientos financieros en pesos y reales respectivamente, sino que además han ganado por la apreciación de esas monedas. Esta apreciación se debe, a su vez, al flujo de capital financiero en busca de mayores rendimientos. En efecto, la renovada fortaleza del peso proviene, además del precio del petróleo y de las remesas, de que los inversionistas internacionales han aumentado sus inversiones en el país durante los pasados 18 meses de poco menos de dos mil millones de dólares en enero del año pasado a alrededor de diez mil millones en la actualidad.
En consecuencia, así como los especialistas en Estados Unidos han revisado a la baja su estimación para la relación del dólar con el euro, muchos otros en México lo hemos hecho con el tipo de cambio de nuestra moneda. Sigo pensando, sin embargo, que el entusiasmo actual por el peso no tiene bases sólidas. No obstante, espero un peso fuerte tanto tiempo como los inversionistas externos sigan viendo bien a nuestro país, pero en cualquier momento puede cambiar esa percepción.
El entusiasmo generalizado por deuda de países emergentes es, desde mi punto de vista, un círculo “virtuoso” que es motivo de preocupación. No es la primera ocasión en que el capital externo, en busca de mayores rendimientos, fluye hacia las naciones en desarrollo y fortalece temporalmente sus monedas. Sucedió en México al inicio de la década pasada, y luego en las naciones del sudeste asiático y Rusia. La administración de estos flujos no es una cosa sencilla, como lo atestiguan las crisis que ocurrieron cuando dichos capitales emigraron hacia otros horizontes.
Un alza mayor a la estimada en las tasas de interés de Estados Unidos o un cambio en el entorno político interno pueden revertir algunos de los flujos externos, como sucedió en México durante el año de 1994 y principios de 1995, y generar movimientos bruscos en los rendimientos financieros y en los tipos de cambio de los países que hasta ahora se han beneficiado más de la entrada de capital financiero, pudiendo hasta erosionar las ganancias acumuladas y trastocar la estructura temporal de las tasas de interés en esas economías.
También un debilitamiento mayor al previsto en las economías de China o Estados Unidos reduciría nuestras exportaciones y puede deprimir el precio del petróleo, lo que bien puede reducir el flujo de divisas hacia México y desalentar a los capitales financieros con su efecto consiguiente sobre el precio del dólar.
Esto es particularmente importante porque más del 60 por ciento de los bonos del gobierno Mexicano en plazos de nueve a 20 años están en manos de extranjeros. Es obvio que estos recursos no llegaron a México para quedarse todo ese tiempo en el país, y muy probablemente al entrar no tomaron en cuenta la muy poca profundidad de nuestro mercado financiero de largo plazo, que no tiene capacidad para dar salida a capitales externos en forma masiva sin ocasionar descalabros en los precios de los bonos y afectar la estructura temporal de las tasas de interés.
Existe, por tanto, un riesgo financiero que viene asociado a la euforia actual por invertir en naciones como la nuestra. Considero que en los meses siguientes, en especial durante 2006, veremos cómo se desvanece esta euforia y el precio del dólar regresa a niveles más acordes con los fundamentos económicos y la realidad política de nuestro país.