Lo ocurrido en Nueva Orleans estos últimos días ha constituido un shock para todo el mundo, incluido Estados Unidos, aunque quizá no por las razones correctas. Que una ciudad de la hiperpotencia mundial fuera arrasada de esa manera por un desastre natural no debería extrañarnos: después de todo, cuando a Mamá Naturaleza le da por andar de traviesona, suele pasarse de rosca, y no respeta límites políticos ni geográficos. La razón principal para sorprenderse fue más bien otra.
Sin duda lo que desconcertó a propios y extraños fue la manera brutal en que se desató la barbarie en las inundadas calles de “La Gran Fácil”, como se llamaba cariñosamente a la ciudad más afrancesada de EUA; y la pésima respuesta que dio, especialmente en los críticos primeros días, la incompetente administración federal de George W. Bush. Aunque, como veremos, ninguna de las dos circunstancias tendría por qué ser particularmente inesperada. Vayamos por partes.
Eso que llamamos civilización es un conjunto de reglas, normas, procedimientos y actitudes que nos permite convivir sin mucha violencia con los cientos o miles de desconocidos con los que nos topamos a diario. Y que sirve para proteger y ayudar a quienes de otra manera llevarían una vida miserable, al estar más desamparados: los niños, los enfermos, los incapacitados, los ancianos. Todo ello crea un orden que permite hacer relativamente previsible la vida, y conferir un cierto grado de seguridad a quienes habitan ese orden. Toda civilización que se precie de serlo tiene esos tres aspectos fundamentales: la convivencia ordenada de los extraños, la protección de los débiles y un orden básicamente respetado por una mayoría, ya sea voluntaria o coercitivamente. Los avances técnicos y las obras de arte que acumulen polvo en los museos son cuestiones secundarias a la hora de calibrar los niveles civilizatorios de una sociedad.
Por eso el nazismo puede ser considerada una anticivilización: una sociedad que gasea niños por haber tenido ciertos abuelos; o que administra inyecciones letales a los mongoloides y tontitos para que no contaminen la Raza Maestra, no merece otro calificativo. Y ojo, esas atrocidades las cometía el Estado.
El nazismo es relevante porque nos advierte de la facilidad con que se puede romper esa red de acuerdos y leyes que llamamos civilización; de lo fácil que es echar para atrás siete u ocho mil años que hemos pasado construyendo las bases del comportamiento civilizado. De lo frágil, en fin, que resulta todo ello.
Después de todo, los salvajes de uniforme pardo convencieron al país con más alto nivel académico de aquellos años, que ellos eran el futuro de Alemania y que su ideología tenía un sentido profundo para la nación germana. En el corazón de la Europa cristiana, un pueblo culto siguió a esos bárbaros por el camino de la agresión y el Holocausto. Los alemanes permitieron el surgimiento y expansión de esa anticivilización en su mero seno. Incluso la reglamentaron y le dieron una mitología e iconografía. ¿Por qué habría de extrañarnos que la barbarie se presente en otros lados, de las calles de Srebrenica a las aldeas de Rwanda a las avenidas anegadas de Nueva Orleans?
En todos estos casos hay un elemento en común: una ruptura del tejido elemental de relaciones que mantiene la paz entre vecinos, compañeros, colegas y todo tipo de gente que no pertenece al entorno familiar inmediato. El elemento que rasga ese tejido puede variar mucho; siguiendo los ejemplos anteriores: la crisis económica de principios de los treinta, el colapso del Estado yugoslavo, la muerte de un líder hutu, un desastre natural. Y lo que llama la atención es cómo uno casi puede oír el crujido de la primera rama trozándose, prefigurando el derrumbe general de los principios básicos de convivencia.
En el caso de Nueva Orleans se combinaron varios factores, algunos inherentes a toda situación extrema pero, sobre todo, al estado de la civilización norteamericana (sí, una diferente a la nuestra o la noruega, según la definición de a mero arriba). Por supuesto, la catástrofe natural rompió los patrones normales de contención y autocontención: dejó de haber orden, autoridad y posible castigo por cualquier trasgresión. Y las transgresiones se hicieron cada vez más violentas debido a otro factor, que los gringos se niegan tercamente a admitir: la existencia de armas de fuego hasta como promociones de cereal, lo que posibilitó que la barbarie alcanzara niveles tremendos.
Claro, los bárbaros pueden echar mano de cualquier recurso, como lo demuestran los machetes de Rwanda (o de Atenco, si a ésas vamos) o las armas biológicas en los corners del Estadio Corona; pero una sociedad que permite la libre circulación de instrumentos letales no debe extrañarse de la brutalidad de quienes las tienen en las manos.
Pero hubo algo más profundo en medio de ese desastre. Y tiene que ver con la manera en que se ha estructurado la sociedad norteamericana.
Algo que sí resultó sorprendente es la cantidad de viejitos e inválidos que quedaron varados en sus hogares o casas de retiro cuando se produjo la evacuación preventiva antes de la llegada de “Katrina”... y que murieron de deshidratación o por falta de atención en los días subsecuentes.
Muchos ancianos sencillamente no conocían a ninguno de sus vecinos para que les echaran la mano; no sabían dónde encontrar familiares a los que les perdieron la huella hace años; o a los vecinos les importó un cacahuate abandonar a su suerte a los desamparados. Que un país que pretende erigirse en modelo del mundo, que quiere enseñar a sociedades diferentes cómo portarse a punta de bombazos y que se siente con la capacidad de ignorar a la ONU, la UE, la opinión pública mundial y el simple buen gusto; que un país con esas pretensiones abandone de esa manera a sus desvalidos, nos dice mucho sobre la calidad moral que posee para andar sermoneando.
La deshumanización de la civilización norteamericana, especialmente en las ciudades, mostró su más terrible rostro durante esta catástrofe. El elemento en común: la soledad, la pavorosa soledad.
Y los episodios de saqueo, violación, pillaje y asesinato al azar por parte de bandas armadas que actuaban como predadores, tienen un trasfondo que va más allá de la facilidad de poseer armas, la ruptura del orden y la pobreza ancestral. Después de todo, en muchos desastres semejantes (los mexicanos podemos voltear con orgullo a veinte años atrás) lo que ocurre es lo contrario: la solidaridad, la colaboración espontánea, el liderazgo de quienes un día antes eran del montón.
No, en Nueva Orleans lo ocurrido tiene que ver con un fenómeno que viene de dos décadas atrás y que se ha agudizado bajo la égida del tonto del pueblo que habita hoy la Casa Blanca: el desgarramiento del tejido social americano, el crecimiento de la pobreza en el país más rico de la historia, y la alienación de grandes sectores de la sociedad americana que, sencillamente, no se sienten parte de la misma (porque no los incluyen).
Durante mucho tiempo, en Estados Unidos la educación pública, el proyecto conjunto de nación, una prosperidad más o menos compartida, lo “democrático” de las guerras y el crecimiento de la tolerancia racial fueron factores que hicieron que pobres y ricos, independientemente de sus orígenes étnicos, se mezclaran y departieran codo a codo en muchas instancias de la vida. La discriminación por clase era peor vista incluso que la discriminación racial.
Pero las políticas republicanas que recortan el gasto social, benefician a los ladrones de Enron y Halliburton, segregan a los más pobres, e inventan una guerra que pelean las minorías y los blancos pobres, han roto ese pacto elemental que, con otras palabras, propuso Jefferson y refrendó Lincoln: que la riqueza o ausencia de la misma no separaría a los hijos de la democracia americana. La indiferencia de Bush al problemón, la continuación de sus larguísimas vacaciones pese a la gravedad del problema (una editorialista del New York Times calculó que ha pasado en su rancho uno de sus cinco años como presidente) y sus torpes declaraciones sobre las parrandas que se corrió de joven en Nueva Orleans son meras anécdotas. Más bien habría que echarle un vistazo a dónde fue a dar el dinero destinado a reforzar los diques (ya lo adivinaron: a Irak) y con qué descarnado nepotismo se puso al frente de la Agencia Federal para Manejo de Emergencias a un fulano cuyos únicos méritos eran ser amigo de un amigo de Baby Bush, y haber presidido la Asociación Internacional de Criadores de Caballos Árabes (¡en serio!). Esos datos nos indican lo importante que son para Bush y su camarilla las necesidades básicas del pueblo norteamericano.
El rompimiento de uno de los pactos básicos del Estado y la sociedad norteamericanas apunta a un desmoronamiento de la civilización que han construido durante los últimos dos siglos y cuarto, y que, nos guste o no, había resultado exitosa en sus fines. Pero que ahora vemos a dónde ha conducido, y la facilidad con que puede colapsarse.
Ya sabemos que todo proceso civilizacional es frágil. Y la recaída en la barbarie, muy fácil (nada más vean a México entre 1910 y 1920). Pero lo ocurrido en Nueva Orleans es un caso particularmente grave. Porque ocurre en una sociedad que se niega a considerar siquiera que hay algo profundamente equivocado en la manera en que propone su orden. Y lo peor es que lo quiere imponer a los demás.
Consejo no pedido para seguir a los santos cuando marchan: Escuche “Because of you”, de la Preservation Hall Jazz Band, tradicionalmente considerada la Vieja Escuela del Jazz; vea “The Big Easy” (1987) con Dennis Quaid y Ellen Barkin, un muy buen thriller sobre la corrupción política en Nueva Orleans; y lea “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole, una de las mejores novelas satíricas del siglo XX… cuya trama sólo podía desarrollarse en Nueva Orleans. Provecho.
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