“(…) at least 80 percent
of the population never moved more than ten
miles from the place
where they were born”.
Norman F. Cantor, “The civilization in the Middle Ages”
Una pequeña (ni tanto) intrusión personal: mi sobrina Grizel, hija de mi hermana Guadalupe, nació en Detroit hace 19 años. Detroit es un pueblo realmente duro. Digo, cualquier ciudad que necesita a Robocop y a Eddie Murphy (en su encarnación de “Beverly Hills Cop”) para cuidar el orden, es que tiene graves problemas de seguridad. Quizá por ello, desde chiquilla a Grizel le dio por practicar lo que se da en llamar las artes marciales, aunque un servidor nunca les ha visto lo artístico y más parecen marcianas. Así, mi sobrina ha ido ascendiendo en los grados y colores de las cintas o cinturones de deportes con nombres extraños: Tae Kwan Do, Moo Dook Kwan, Te Xing Ghe … no sé, alguno de ésos.
La cuestión es que la niña se volvió tan trucha para tirar patadas y partir cabezas como cualquier aficionado de los Rayados del Monterrey (pero con más estilo). Tan es así, que fue escogida para ir a entrenar chiquillos (y afinar sus propios conocimientos) durante tres meses a Seúl, Corea del Sur. Allá está desde hace varias semanas.
Por supuesto, laguneras como son, mis hermanas Guadalupe y Concepción no podían negar su espíritu mitotero y en estos momentos también se hallan por esos lares, en teoría visitando a mi sobrina “para que no extrañe” y “no se sienta sola”. En realidad, insisto, por la muy norteña tendencia a aprovechar el mínimo pretexto para hacer pachanga y si ello conlleva desplazarse muchos kilómetros, pues mejor.
La cuestión es que, coincidentemente, en los momentos en que usted lea estas líneas, estimado lector, un servidor andará fatigando las calles (y aceras, ni que fuéramos tan rancheros) de Manhattan, pastoreando alumnos embarcados en un viaje cultural a la Gran Manzana. De manera tal que su seguro (¿?) servilleta estará unos 3,500 kilómetros más p’állá (hacia el oeste) que de costumbre. Y como mis hermanas al mismo tiempo estarán abordando con chichimeca inquina las tiendas de souvenirs en Seúl, (o visitando la Zona DesMilitarizada, no me sé el itinerario), estaremos a diez husos horarios de distancia. Cuando a mí me dé la medianoche en la Ciudad que Nunca Duerme, ellas andarán chiviando a las diez de la mañana. Por primera vez, los hermanitos Amparán Hernández estarán prácticamente en las antípodas, casi en puntos opuestos del planeta.
Aquí lo interesante es que no hubo despedidas pletóricas de lágrimas y mocos. Ni intercambio de fotografías ni recuerdos familiares ante la posibilidad de no volver a vernos. No, simplemente nos pasamos las direcciones, teléfonos y correos electrónicos de los respectivos hoteles, nos asesoramos sobre el mejor momento para aprovechar el tipo de cambio, quedamos en no regalarnos figuritas que nada más acumulan polvo y tan tan. De hecho, podemos estar en contacto diario vía telefónica o por Messenger… no que nadie piense perder el tiempo de esa manera. Aquí la cuestión es que este es un ejemplo muy significativo (al menos para mí, espero que también para ustedes) de cómo el mundo se nos ha vuelto chiquito. Y muestra de que la mentada globalización es ya un fenómeno cotidiano, universal e irreversible… y humanamente muy interesante.
Dos cosas: primera, lo que dice el epígrafe de a mero arriba se aplicaba a la Humanidad no sólo al inicio de la Alta Edad Media, sino prácticamente a lo largo de toda la historia: la gente no se movía mucho, y sobraba quién no conociera más tierra que la existente en un radio de quince kilómetros de donde nació. Hasta hace medio milenio, quien iba a dar más lejos era por causas fundamentalmente militares (lo embarcaban en expediciones de conquista o venganza) o religiosas (las peregrinaciones medievales a Santiago de Compostela, el Hadjj musulmán a La Meca). Pero la mayoría de la gente permanecía arraigada al lugar de su nacimiento durante toda su vida. Por ello los sentimientos de nacionalidad o patria van a ser más bien raros hasta bien entrada la modernidad.
Y no se crean que ello cambió mucho cuando arrancaron los grandes viajes de descubrimiento de los siglos XV-XVIII; ni cuando primero España y luego otros países, se vaciaron en América; ni cuando los rusos cumplieron la monumental hazaña de desplazarse a lo largo de (y colonizar) las estepas del Asia hasta alcanzar el Pacífico. No, el síndrome de pata-de-perro no se encuentra tan extendido como uno pudiera pensar.
(Permítaseme otra anécdota, ésta muy llegadora: un amigo tenía entre su parentela un tío aliancero, con las bodegas que esa condición conlleva. A lo largo de los años, cuando iba a discutir asuntos con su tío, mi amigo fue conociendo y tratando al velador de la bodega donde se hallaba la oficina: el proverbial viejito que ahí vivía, comía y dormía, llamado proverbialmente don Chuy. Una mañana, teniendo que ir a San Pedro de las Colonias a no sé qué mandado y viendo que don Chuy estaba por ahí sin hacer nada, mi amigo lo invitó a acompañarlo. Don Chuy se mostró entre sorprendido y temeroso (y eso que no sabía cómo manejaba mi amigo); pero finalmente le ganó la curiosidad y aceptó. Así que los dos agarraron por la antigua carretera a San Pedro. Don Chuy fue callado y pelando los ojos todo el tiempo. Pero al salir de una curva que a mano derecha tenía una hilera de sauces, a unos treinta o cuarenta kilómetros de aquí, don Chuy no se pudo contener y exclamó extasiado: “ Caray, don Gerardo: ¡De veras qué grande es México!” Entonces a mi amigo le cayó el veinte que don Chuy probablemente no había salido nunca de los límites de Torreón, o quizá ni de la Alianza. Y ojo, lo que cuento ocurrió hace unos treinta años, no en la prehistoria).
Segunda: cuando empezaron los grandes desplazamientos de población en los últimos quinientos años, la gente sabía que muy probablemente no volverían a ver jamás a quienes iban a colonizar Australia, Canadá, México, Sudáfrica, Argentina o la India. Vaya, lo más seguro era que no volverían a saber de ellos. Una madre que despedía a su hijo en el puerto de Cádiz, Cork o Portsmouth tenía una certeza del desprendimiento equivalente a la muerte. Quizá luego de tres o cuatro años llegara por barco una carta escrita quince o veinte meses antes, avisando que había llegado bien, y diciendo que en cuanto encontrara a otro alfabetizado a quién dictarle y un lugar dónde establecerse de manera permanente, le comunicaría la dirección. Y luego del hijo, como de Camelia la Texana, nunca más se sabría nada.
Estos desgarramientos formaban parte de la experiencia humana cotidiana. Todavía en el siglo XX, las grandes guerras (civiles y de las otras) y sus miserias concomitantes (mi suegro no volvió a ver nunca a sus dos hermanos luego que él emigrara acá, los otros a la Argentina) apartaban y despedazaban a las familias, que si tenían suerte muy a duras penas podían mantener contacto. Ustedes habrán escuchado anécdotas familiares del tenor de: “…y entonces mi tío bisabuelo Juan se fue a Guadalajara y quién sabe qué pasó que se les perdió”. Y esos sucesos ocurrieron en vida de gente que todavía nos lo puede contar.
Por supuesto, semejantes tragedias siguen ocurriendo. En ocasiones, de acuerdo, de manera voluntaria: con lo que cuesta ahora mantener una familia y con los cómodos planes de financiamiento de las agencias de viajes, no dudo que las ganas de juyirse sean más fuertes que en el siglo XIX. Pero la cuestión es que, como decía, la modernidad ha hecho de nuestro mundo El Increíble Planeta Menguante, y los contactos entre familiares (y algo no tan bueno, perfectos desconocidos) a través de miles de kilómetros son cosa de todos los días. Vaya, los romances surgidos de los correos electrónicos y el chateo se están volviendo alarmantemente usuales. Y a veces los circunstantes se llevan cada decepción…
En fin, que eso de cantar a gritos lo de “Qué lejos estoy del suelo donde he nacido/ inmensa nostalgia invade mi pensamiento…” ya no tiene mucha excusa… a menos que uno haya encontrado, finalmente, un bar en Berlín (o Beirut o Venecia) que sirva cerveza mexicana. Entonces, cualquier cosa sirve de pretexto.
Consejo no pedido para sentirse arraigado: sean displicentes y vean “Horizontes lejanos ” (Far and Away, 1992) con Tom Cruise y Nicole Kidman, sobre la emigración irlandesa a América. Y ya entrados en gastos, vean “Café Olé” (2000) cálido filme sobre la inmigración en Montreal y sus asegunes. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx