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La manzana flechada/De búhos y cultura

Martha Chapa

El arte es como la democracia: para alcanzar su plenitud debe permear por completo la estructura social.

Así, ni la democracia es cabal cuando sólo se restringe a lo electoral, ni el arte logra su expresión plena cuando se le ubica exclusivamente en el museo.

Puedo sostener como válidas estas breves aseveraciones, pues las avala el hecho que he realizado innumerables exposiciones más allá de los escenarios tradicionales de la cultura y estoy convencida que ninguna institución pública o privada debiera quedar exenta de la responsabilidad de promover la difusión del arte.

Así ocurrió, con buena fortuna, con motivo del 150 aniversario del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, donde expuse parte de mi obra reciente. La muestra se colocó en el área de recepción del edificio, justamente por donde cruzan a diario cientos de ciudadanos.

Por cierto, en esta ocasión pinté búhos, esas aves que suelen asociarse al universo de las leyes. Tracé sus figuras sobre unas láminas, pero no, como pudiera pensarse, en superficies tersas e intactas, sino tal y como las adquiero: dobladas y rugosas, pues provienen de desechos de muebles y utensilios que cumplieron su ciclo de uso y han sido botados a la basura por sus dueños, ya sea que se trate de la puerta de una estufa vieja, un anafre arrumbado o una gaveta oxidada.

En estas obras opté por la imagen de un animal que desde mi niñez me pareció verdaderamente enigmático. No puedo decir que por aquellos años haya visto un búho en pleno vuelo, ya que en el cielo de Monterrey, mi tierra natal, difícilmente podría llegar a encontrarse uno. Al búho lo descubrí en mi hogar, pues mis padres, tan apegados a los libros, me mostraban el mundo a través de ellos, de modo que entre páginas impresas conocí, además de muchas otras cuestiones, la diversidad vegetal y animal del universo, especialmente la de México. Quizá de esa manera mi padre y mi madre quisieron compensar para mí las carencias del desierto, con su flora y fauna tan particular.

La primera vez que vi un búho real fue en la sala de mi casa, aunque, insisto, no volando: estaba ahí, fijo, inamovible, tras una perfecta técnica de disecación. Sin embargo, parecía tener vida en su mirada penetrante, en su pico curvado, en sus garras inmensas y su majestuoso plumaje, el mismo que yo después llegaría a acariciar cotidianamente, como si fuera uno de mis juguetes favoritos. ¡Claro!, una vez que logré perderle el miedo. No sé si realmente así era o la imaginación de mis primeros años me lo reveló de ese modo, pues hasta los días actuales conservo esa visión entre real y legendaria, de acuerdo a los cuentos que mi padre me relataba y que con seguridad avivaron mi fantasía.

Sigo cercana a los búhos, pero ahora los retomo, los detengo, los pinto en unas láminas, mas no como si fueran jaulas, pues no soy partidaria de que cacemos y exhibamos a los animales como un trofeo. Y si aún conservo casi intacto ese enorme y bello búho de mi infancia, eso se debe a que perteneció a mi padre, un médico muy destacado, a quien se lo dieron como regalo porque, como sabemos, esta ave también se suele asociar con la noble profesión de Hipócrates.

En fin, entre búhos, materiales insólitos y exposiciones despojadas de elitismo, vuelvo al tema del arte y la democracia porque, más allá de historias y recuerdos, lo cierto es que necesitamos arte y democracia en mucho, pero mucho mayor grado.

e mail: enlachapa@prodigy.net.mx

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